A la memoria de Anyeli Becerra y Doña Cecilia Larrahondo(q.e.p.d)
Es viernes, y es la segunda vez en esta
semana que voy a casa de Alina. La primera fue el lunes pasado,
para presentarme ante su familia como su novio: antes de ese día
éramos meros amigos para la gente cercana. Desde esa fecha
doña Marta (la mamá de Alina), empezó a ser asaltada por las
dolencias últimas de un cáncer que ahora la tienen postrada en la cama
con sus parientes temiendo lo peor. El diagnóstico y el tratamiento
no fueron oportunos, y la enfermedad que asomó sus pródromos en un seno
hace cosa de un año (lo cual ya reportó una mastectomía total), hizo
metástasis y ha arreciado invadiendo ahora los pulmones. Recién ayer los
médicos la desahuciaron, Alina me dio la mala noticia por teléfono. Nada se
puede hacer salvo esperar un milagro: a buscar la taumaturgia de las
oraciones con más fervor se han aplicado las mujeres de la casa (rogando
por una cura definitiva ante los intercesores más eficaces del santoral), y los
hombres a cazar en los muladares del pueblo, gallinazos, cuyo caldo se
supone opera maravillas en los enfermos terminales de la oncología (según
la farmacopea, sin fundamentos, de los desesperados).
Alina es la menos
desconsolada de la familia, para ella lo de su madre no es más que el desenlace
inevitable de años de desamor sobrellevados con resignación en un
silencio estoico, fiel a su eterno talante de mártir( discípula devota de
Santa Rita de Casia), resistiendo impasible los desafueros de un marido
indolente, desconsiderado y desleal ( Zabulón, a secas como lo
llaman todos en la casa sin adjetivos cariñosos), que sólo le recabaron a ella
cinco lustros bien contados de zozobras, angustias, frustraciones y
amarguras. Con el tiempo esa áspera mixtura hizo catarsis,
justo al lado del pecho donde a todos nos pende el corazón: las palabras que no
decimos y los sentimientos que no expresamos con ellas (cuando se debe y
corresponde) y en cambio nos guardamos adentro entre pecho y espalda, para
rumiarlos día tras día (sobre todo cuando están cargados de dolor y
rabia) nos carcomen el alma y nos enferman el cuerpo, según Alina. Un
concepto muy personal y extremo, derivado de alguna de las teorías
psicosomáticas de la alopatía moderna desde mi punto de vista; pero eso no es
algo sobre lo que yo discuta con ella cuando nos vemos, y eso que soy de
los que piensan que racionalizar el mundo y hasta las desgracias, con una
lógica rigurosa y desprevenida, es la mejor manera de no resentirnos con nadie,
ni con nada. Pero no todas las personas tienen con la lógica un contrato
indisoluble, sobre todo cuando de nada les sirve.
El bus en que me acarreo se adentra para
llegar a Sinabria por la antigua carretera atravesando un paisaje intercalado
de barzas, plantaciones de caña; cercos de tierras baldías y vastas, con
letreros de “No se vende” multiplicándose en el fondo; fábricas con
chimeneas humeantes que dan lejanas señales de vida; factorías abandonadas y
ruinosas carcomidas por la herrumbre y derrumbadas por el peso del
olvido y la maleza; moteles subrepticios para amantes igual de furtivos, de los
que hablan discretos y promisorios avisos publicitarios flanqueando
la vía, ofreciendo en conjunto una visión anodina y sin sorpresas al viajero,
hasta llegar a la entrada de los suburbios, cuando se empiezan a
vislumbrar hacia la margen izquierda, encaramándose sobre calles estrechas por
la loma terrosa y polvorienta, las primeras casas del borrado puerto fluvial en
una disposición de pesebre: con sus tejas azafranadas
ahogando indolentes su color bajo el baño de
polvo gris que les cae amplio, silencioso y
flemático desde el cielo plomizo, polucionado con munificencia por la
fábrica de cemento la cual extiende sus predios un tramo grande ( a
lo largo de la orilla de la quieta y dura vía de asfalto), con sus
molinos de piedra y cal y todo su séquito de maquinaria
imparable, cercada por setos de alambre de púas. Al frente, entre las montañas
y sus peñascos, se encuentra la calera, de donde extrae su materia prima.
En esa fábrica trabaja el papá de Alina.
El río
original que atravesaba el pueblo de oriente a occidente, fue
desviado medio siglo atrás para abastecer de agua al naciente emporio cementero
y en los terrenos desecados de la vieja rada se tiraron las líneas del
ferrocarril, y desde entonces los pescadores y marineros fluviales
tuvieron que mudar su viejo y tradicional oficio por el de obreros
asalariados, y así el pequeño puerto ribereño pasó de húmedo a seco por obra de
la poderosa y avasalladora magia del progreso local. Ahora los únicos que
“abarloan” aquí, frente a las grandes bodegas que se construyeron,
son camiones (altos y largos furgones) a los que esperan tropeles
de estibadores, ansiosos por conseguir la paga de un día de trabajo.
Aunque por las ventanillas, del otro lado, se
explaya generoso un día fresco e iluminado por un sol pleno, ha empezado
a llover de una manera inesperada sin que cambie la apostura
de la tarde que sigue igual de clara, brillante y tibia. Ni una
sola nube se había visto (ni se ve aún) que hiciera
prever la precipitación del agua: tampoco hay como explicarla ahora
con un cielo despejado y tranquilo, lo que me hace pensar en esas lloviznas
postizas de las películas que caen en las escenas desde aspersores
ocultos de utilería, como aquella que moja Rick con el rostro prestado de
Humprey Bogart en “Casablanca,” cuando escapa sin Ilsa de Paris y sus buenos recuerdos:
—Este clima loco lo causa el boquete que le hemos
abierto a la Capa de Ozono, con las emisiones de dióxido de carbono de
cuanto aparato se mueve quemando combustible fósil —razona alguien con
una férrea credulidad en la ciencia y sus últimas conclusiones.
—Es la irresponsabilidad del hombre con la obra de
Dios—rezonga otro, usando un tono evangelizador de pastor protestante.
.
—El efecto invernadero—interviene alguien más.
Una calidez
canicular impropia y extraña para esta época del año, saturada de
un recalcitrante, pesado, y fuerte olor a cebollas ( que han de estar
amontonadas por millares, en algún galpón muy cerca de aquí), empieza a calarse
desde la calle impregnando el estrecho ámbito del bus y azarándonos
a todos con su tufo insoportable, sin que nadie pueda hallar una explicación
afuera en los alrededores, y a juzgar por los gestos de desagrado de los
transeúntes y por las actitudes de los vecinos que empiezan a cerrar las
puertas y ventanas de sus casas, la incomodidad no es sólo nuestra. Agosto es
un mes de vientos fuertes que refrescan las tardes y las noches y atenúan
a su paso hasta la podredumbre de la curtiembre, que es la empresa que
produce los peores olores de la zona, pero en este punto del viaje
todavía estamos muy lejos de su bahorrina, como para poder pensar que son sus
cueros en remojo los responsables de nuestro desasosiego.
Las ventanillas
empiezan a ser usadas como escapes, bajando los cristales para
airearnos adentro (a falta de un mejor remedio) pero ni el hedor ni el bochorno
que lo acompañan se dispersan y en cambio parecen más bien recrudecer,
hasta lograr desesperarnos a todos: que no solo no sabemos qué hacer,
sino que pensar, para encontrarle una explicación al fenómeno que logra
inclusive provocarnos algunas lágrimas falsas, además de molestias en la
garganta, con sus consecuentes carraspeos. El conductor del bus quien
trabajaba hasta hace unos años alquilándose en las entradas
de las fábricas para descargar las mercancías de los camiones( un negro
retinto, alto y fornido con sus pasas intonsas que le crecen hacia arriba
y hacia atrás, formando una gran esponja con su cabellera) y conocido
desde esos días con el apodo de “El Diablo”( por el parecido que tiene
con la efigie de un caja de fósforos que se vende en las tiendas con ese
nombre, la cual resulta a su vez una caricatura del cantante de la Fania,
Pete “El Conde” Rodríguez”), vaticina con una convicción sacerdotal:
— ¡El mundo se
puede estar acabando hoy señoras y señores, confiesen sus pecados, libérense de
sus culpas, salden sus cuentas con el prójimo!— advierte vociferando con
el tono tremendista de profeta de la hecatombe, leyéndoles la
aprensión en las caras a la mayoría de los pasajeros, mientras los mira
desde el fondo de los espejos retrovisores del vehículo, con el rictus
solemne y serio de una ave de mal agüero, para luego despacharse
con una risotada burlona y estrepitosa.
— ¡Jajajajajaja! No
jodás ve, aquí vivimos más del miedo que del aire, oís—dice con
su acostumbrada sorna, acentuando cada palabra con el dejo propio de
la gente del Valle del Cauca, antes de empezar a canturrear “Oigan
señores, oigan señores no sé lo que va a pasar cuando llegue el día que llegue
aquel hombre, que fue el enviado de Dios, que se llama Jesús que se llama
Jesús; que trae un garrote, también un machete. ¡Pa que?...” y entonces
le sube volumen a la canción de la orquesta dominicana “Los Virtuosos” de
Cuco Valoy, que suena en la casetera del vehículo, armando una bullaranga con
la que se podría organizar una fiesta aquí adentro.
El encapotamiento
súbito del cielo que oscurece con una sombra inopinada y casi
nocturna el tiempo primaveral que hacía, y los fucilazos
intimidantes de los relámpagos, coinciden con el vozarrón del jayán que vuelve
a estallar en un escándalo de carcajadas justo cuando se oyen las
apocalípticas explosiones de los truenos. No faltan quienes se persignan,
amedrentados por las extrañas coincidencias que a destajo teje la
casualidad:
—Santa Bárbara,
bendita se oye deprecar a una voz de mujer vieja, atrás.
Al llegar, subo las
escaleras de la casa con parsimonia, hacia el segundo piso (la parte baja
esta alquilada) y cuando la tengo enfrente empujo y cruzo la puerta, que como
siempre se encuentra abierta, demostrando la absoluta confianza que se
tiene en los paisanos acá:
— ¡Buenas
tardes!—saludo levantando el tono, esperando que alguien me conteste.
Una desolación y un
silencio densos como una misma nata que se puede palpar y romper,
me reciben y me hacen sentir su opresión. A pesar de la enferma(o aunque sea
paradójico quizás por ella misma) aquí nunca ha faltado el alboroto: desde
cuando se le diagnostico el mal, vecinos, amigos, conocidos, y
familiares han venido a verla. Como la misma Alina dice, parentela que no se sabía
que existía o que ya ni siquiera se contaba entre
la viva en los balances de los improvisados censos domésticos, ha
recalado últimamente a decir o recordar quienes son, valiéndose de nimios
o prolijos gestos de solidaridad y apoyo para la aquejada y los
suyos: todo eso se agradece y todos lo agradecen en la familia, aunque el
desfile de gente que se aviene a veces resulta inoportuno e
inmanejable y más de romería de curiosos, que de personas tratando
verdaderamente de condolerse y de expresar su pretendida solidaridad.
Huéspedes inesperados han pasado semanas o hasta meses aquí, dejando unos el
rastro grato de su recuerdo y otros la ominosa sensación de que
nunca existieron, ni vinieron, ni estuvieron, ni les vimos realmente,
como si se tratara de estantiguas hechas de humo y cuento.
Los “aparecidos” los llama Alina y los trata como si esa fuera su natural
y auténtica índole:
—Mirá —me explica
con soltura— hay a quienes sólo los atrae la morbosa necesidad de constatar
quién está por acompañarlos allá, donde hace rato están ellos sin
darse cuenta. Pero hasta con esas almas de purgatorio, a las que sólo convoca
la cercanía de la muerte del prójimo, se tiene que ser hospitalaria, me
advierte siempre, sin ningún rescoldo de resentimiento ni de duda,
e imbuida de una certidumbre escatológica que me preocupa aunque no
se lo diga(hay cosas que prefiero no decirle, evitando chocar).
Ni las
mascotas de Alina asoman sus narices para rescatarme de la
pesadumbre y de la incertidumbre que me reconcomen: no está el gato
despatarrado en el sofá como siempre ni el perro, que de costumbre
me presiente y sale a buscarme para colmarme con sus exultaciones y
recibirme con sus saltitos. He seguido por el oblongo corredor que atraviesa
la casa con bajadas y subidas irregulares( cada cuarto se levanta sobre un
suelo a desnivel que hace un escalón en cada límite de pared interno, como
evidencia de la impericia del constructor y de su labor a retazos),
comprobando el estado de cada habitación hasta dar con la de la convaleciente
que es la única que se encuentra impecable y organizada, pero
tan solitaria como las otras en su barullo, aunque con su infaltable olor
a medicinas de droguería, a potingues de botica, y a alcohol metílico. En la
cocina encuentro trastos puestos con alimentos hirviendo sobre la estufa de
gas. La batahola de las aves de corral respondiéndole a una voz de mujer que
las oxea, marcada por el chasquido de líquido reventándose en chorro
contra el suelo, me arrastran hacia el patio al que conectan una bermeja
y desvaída puerta de metálica acanalada y unas palurdas
y escasas escaleras de cemento. Cuando llegó al umbral y ojeo
el panorama, encuentro a Hefaistos tendido como un pachá sobre uno de los
peldaños, recibiendo la resolana con un abandono felino y a
Alina desnuda y distraída, secándose el cuerpo por la reciente
ducha, con una amplia toalla de leones estampados, bajo el tubo raso de la
alberca y hostigada aún por las gallinas, los pavos, los patos y
los gansos que porfían por rodearla cuando no por metérsele entre las
pierna, estorbándole, a pesar de sus seseos autoritarios:
—Te va mejor con tus sobrinos: por lo menos te hacen más caso— le digo para llamar su atención, antes de hacerle la pregunta obvia.
Cuando ojos
mostrando una serena sorpresa me encuentran, se quedan mirándome absortos,
desde un reflexivo silencio que parece hecho para escarbar adentro
en los archivos de su memoria (como buscando algo para decirme y una
manera de decírmelo):
—Esta tarde murió mamá—me
informa con pausada tristeza mientras se envuelve en la tela con
desgano- Quise avisarte pero tu madre me dijo que ya habías salido para acá.
Ella quedó en venir más tarde.
Doña Marta había amanecido extraviada en unos
de sus delirios febriles y los había despertado al filo de la madrugada
desvariando en una lengua sibilina, tratándolos a todos como a una runfla de
desconocidos pero solicitándoles el auxilio( ese si en un claro
español) para que se llevaran de ahí a una mujer imaginaria que veía
sentada de costado al pie de su cama, vestida en un cerrado luto y con un aire
elegante de dama de alcurnia con el que no se dignaba a mirarla ni
siquiera cuando ella, como dueña y señora de su casa, sin perder la compostura,
la instaba amablemente a que se fuera:
—Haber quienes se invitan solas a entierros
donde no tienen velas— le reprochaba doña Marta a la invisible intrusa, en
lengua vernácula, y luego parecía repetir lo mismo en el idioma de otro mundo.
Un sombrero grande,
de ala circular y ancha, ornado con sobrios artificios y un velo
vaporoso cubriéndole parte del rostro, hasta una sigilosa altura que
sólo dejaba ver unos labios pintados con un discreto
carmín asomándose sobre un escultural mentón de piel alabastrina,
era la descripción que hacia la doliente de su indeseable visitante, que
cuando oía los ruegos de Doña Marta se limitaba, supuestamente,
a descruzar una pierna para cruzar la otra con medida elegancia,
tecleando con un afán compulsivo los dedos sobre su cartera de
charol puesta sobre el regazo ( un charol lustroso y
negro como el de sus zapatos que encajaban perfectamente con esas manos
forradas en unos oscuros y finos guantes de piel), concretando así una
pomposa suma de detalles que a mi suegra le recordaba, por sus
aires y sus ínfulas de reina, a Greta Garbo.
En su hermético
desvarío doña Marta hacía gala de su sapiencia de modista elogiando el
buen gusto de la blusa estilo sastre y la falda
de vuelo estrecho hasta las rodillas que ostentaba la onírica advenediza.
El calmante intravenoso en una dosis alta (prescrita previamente y para esos
casos, por su terapeuta) fue lo único capaz de desvanecer el espejismo de
su inconsciencia sumiendo a la enferma en un sosegado sopor. Alina misma
la inyectó mientras su hermana Leticia (la otra mujer de la familia) detenía
con firmeza el brazo inquieto y desgastado de su madre. Cuando la enferma
se despertó en la mañana parecía pasada por el Jordán: era la misma de siempre
aunque sosteniendo su cuerpo enteco y desmedrado (minado tanto por el
tratamiento médico como por el padecimiento) sobre una voluntad marmórea
que parecía intacta y capaz de disputarle a la muerte los últimos
jirones de vida, sin perder el buen talante:
—Tengo el hambre de
una resucitada y una sed de tierra seca que es un incendio hija—le dijo a Alina
quien apenas escuchó los gemidos de su despertar, inclinada sobre la
hornilla en la cocina donde aparejaba el desayuno, se había asomado a la
puerta de la alcoba.
Hablaba con una
largueza y una fuerza ajenas a su estado como si el sueño además de paliativo
le hubiera resultado reparador. Alina se preocupó pero igual le sonrió con
afecto y le acercó el vaso de agua fresca que ya llevaba en su
mano, servido en un platillo.
—Quiero verlos a todos—le
dijo su madre concentrada en la bebida, soliviándose sola sobre la almohada
y sorbiendo el líquido bajo la mirada extrañada de su
enfermera doméstica— esta cristiana ya está sintiendo pasos de animal grande,
muy grande hija - recalcó.
— ¿Cuándo?
—Para ayer ya era
tarde; a la una requiero al sacerdote aquí y a las dos en punto al doctor
Galeano, por favor— dispuso la enferma con una tierna autoridad.
—Sí señora
—contemporizó Alina mientras empezaba a pensar cómo hacer los mandados:
siendo la menor funge de primogénita, es el Jacob con falda, de la tribu.
—Una última cosa.
El vestido que me hice con la tela que compré en las últimas
vacaciones con su papá en Maicao, lo quiero para lucirlo en mi funeral:
que me sirva de mortaja lo que no me alcanzó para sayo, caramba.
—Sí señora—volvió a
decir Alina.
Después de
una larga tanda de llamadas telefónicas matinales
y tempraneras, antes de las nueve ya medraban en la sala de la casa
los convocados. Cuando se tuvo el clan completo se les hizo pasar en bloque a
petición de la enferma: Ahí estaban sus hermanos y los de su
marido; sus hijos con sus nueras; su hija con su
único yerno, cada cual con sus cónyuges y con sus respectivas
proles, algunos cargando a los párvulos y a
los recién nacidos, muchos de
los cuales había ayudado cuidar o
a criar en épocas aciagas,
cuando la casa completa era un
falansterio de buena laya para los
refugiados de los
malos tiempos:
—Me
tocó irme sin
conocer tus retoños mi
arbolito de caoba—interpeló la encamada a Alina, quien
precedía el gentío que llegaba hasta la entrada del
dormitorio.
—Así parece doña
Marta— respondió Alina con solemnidad y un dejo de mal
disimulado pesar.
— ¿Va a
ser el que sabemos, el padre de
tus vástagos?
—Si me “descuido”
quizás.
Un leve
estallido de risas al unísono, entre asordinadas y trastabillantes, enmarcaron la respuesta de
Alina, la única célibe y aterrizada de sus hijos,
la “buena oveja negra” como le decía su madre, por tener el
suficiente caletre para apartarse del rebaño de su progenie
descarriada.
—Ese muchacho
merece un “descuido” muy bien pensado, tiene un corazón celestial a pesar
de su temperamento de pólvora, les deseo lo mejor a los
dos. Tienen mi bendición para lo que sea que decidan.
Luego se dirigió al
resto del improvisado auditorio que la miraba con una rigurosidad luctuosa y
con patente expectativa:
—Me estoy
yendo para no volver y es hora de hacer la
del arriero cuando empieza el viaje: aliviar las
cargas—espetó con un suspiro largo y profundo.
Pidió los
perdones, hizo las paces, y concedió con
indulgencia las absoluciones personales que
se le pidieron, y las que no sin decir nombres propios,
para cumplirles al catecismo y
a su alma. Encargo sus nietos a sus
propios padres(a quienes había reemplazado en la crianza por demasiado
tiempo), abogando para que unos al fin se asentaran
y vivieran unas vidas sosegadas, libres de
sobresaltos y angustias , y para que otros, fueran al fin ,algo más que meros
progenitores, como habían sido
hasta ese día y
hora. Luego hizo ahilar a los párvulos
para repartirles las bendiciones y los
ósculos como hacia antes, cuando distribuía salomónicamente
las golosinas caseras o de dulcería, que les
regalaba en las tardes de los días felices. Cuando sintió el
rigor del esfuerzo pidió permiso para esperar
íngrima al sacerdote. La habitación empezó evacuarse con
lentitud entre murmullos y despedidas tan afectuosas como apresuradas.
Algunos se quedaron alargando la visita afuera en la sala o el comedor. El
padre Primo llegó puntual a atender sus quehaceres
religiosos y se desocupó una hora después cuando la confesada se
abismó de nuevo en su letargo, libre de toda culpa y en paz con su
Dios.
Buscando el único espejo de la casa ubicado allí
para afinar la vigilancia de la enferma, Alina entró a acomodarse
mejor la vincha con que se sujetaba su cabello rebelde y frondoso,
mientras preparaba el condumio para el almuerzo. Un frío polar la
conmovió de pies a cabeza cuando se miraba en el cristal. Sólo tuvo
que escudriñar desde ahí el lecho de la enferma para darse cuenta:
— ¡Madre?—alzó la voz sin gritar.
—El doctor Segundo Alberto,llegó—le
avisó Leticia desde la sala y al mismo tiempo empezó a acercarse
escoltada por sus propias pisadas apresuradas, haciendo oír sus
tacones altos (que resonaban con un sonsonete de martilleo contra el suelo)
seguidos por unos leves pasos de hombre que se dejaban
arrastrar por el afán ajeno. No tuvieron que entrar a la
habitación, Alina salió a decírselos con una seguridad impávida que
apenas empezaba a deshilarse en unas tranquilas lágrimas de resignación:
—Se fue mamá.
El
médico entró deprisa a confirmar el
diagnóstico de Alina mientras Leticia
se quedaba parada en
medio del pasillo entre aturdida e
incrédula, con una mano en la boca( que parecía ahogar un grito), y unos ojos
atónitos a punto de desorbitarse. Un silencio
lúgubre que se impuso a sí mismo empezó a
cundir en cada espacio con la fuerza de una
presencia invisible y poderosa, como reclamando el
homenaje mudo de todo lo existente hacia la difunta, y el patio, y
el cabal ámbito del solar, y las calles (y aun el aire en cuanto
abarca su intangible y vasto imperio), parecieron cesar por unos efímeros
minutos su ajetreo y su alharaca, mientras Alina se
sentaba mustia y sola a acariciar las manos de su madre y a sentir
ese tiempo tan frío, tan distante, tan de nada, que le crecía ahora
adentro, con su mortal desaliento invadiendo cada célula ese cuerpo
vencido, mientras una llovizna queda empezaba a refrescar la tarde, y sus
ojos comenzaban descargar sin apuros, las aguas de su tristeza. En el
único reloj de la casa (un despertador circular, de cuerda, puesto sobre el
desvaído y descascarado armario de lámina del cuarto matrimonial y
que tenía dibujada en su cara la escena de una gallina con su recua
pollitos amarillos) daban la dos de la tarde.
— ¡Mierda,
carajo!—he dicho al oír lo del deceso de doña Marta, y me he recostado
contra el marco de la puerta sorprendido y vapuleado por la
mala noticia. Alina ha subido a buscarme y me ha abierto sus brazos
para que yo entre en su espacio a compartir mi
pena juntándola con la suya, haciéndola un mismo dolor, unificando
nuestra mutua e impostergable urgencia de compasión y de amor.
—Ayúdame a
organizar la casa, los de la funeraria están por llegar con mi Negra: con el
cuerpo de mi Negra mejor dicho— corrige y me lo dice apretándome contra
ella, mientras apoya su cabeza en mi pecho. Me lo pide,
transmitiendo en cada palabra un nítido sabor a melancolía y desconsuelo,
luego de un rato de mirarnos el uno al otro instalados dentro de un
silencio inalterable:
—Claro— le
contesto.
Aunque claro no
tengo absolutamente nada. La muerte tiene un color turbio y una amargura
devastadora, cuando no se le sabe esperar a pesar de sus
manifiestas e inequívocas señales. El resto de la gente se ha ido a cumplir con
las instrucciones impartidas por Alina con su sentido de preboste: a su
padre como esposo de la fallecida le encargó los trámites de
la defunción ante las autoridades. A Leticia le encomendó ir con el
sacerdote a acordar los detalles de las misas tanto la del sepelio como
las conmemorativas; a sus hermanos (Chema y Nacho) el uno para
diligenciar la contrata de los buses encargados de transportar a la gente
que iría acompañar el cortejo fúnebre hasta la inhumación del cadáver y
el otro para acordar los costos, los pagos a la compañía funeraria y
demás pormenores del servicio de exequias. Las personas que estaban ahí al
momento del fallecimiento asumieron sin pedírselo, el deber de propagar
la infausta noticia a sus allegados, antes de que los carteles con
el nombre de la fallecida (los cuales habrían de pegarse pronto en los
alrededores) comenzaran dispersar su silencioso eco en el barrio. A las órdenes
de Alina yo también he hecho mi parte, ayudándola a poner en
cada rincón de la casa el orden y el lustre de palacio de
pobres que siempre ha tenido. En la sala y el corredor se han
dispuesto a cada lado, adosadas a cada pared, ristras de sillas plásticas
prestadas por los vecinos para acomodar a los acompañantes del velorio.
Alina me ha pedido
que esté a su lado durante las oraciones. Se ha vestido en un negro riguroso
con un vestido enterizo de lino (que le cubre hasta las rodillas), medias
veladas oscuras y zapatos cerrados y con la misma mantilla de encaje que
usaba su madre para los ritos de difuntos lo cual la hace ver tan
señorial, tan solemne, tan grave como lo impone no sólo el momento sino
el mando que se le ha delegado para dirigir la ceremonia con el rosario,
también heredado, en su mano. El servicio se ha organizado formando
un cuadro de veladores alrededor del féretro puesto sobre soportes
dorados. No ha llovido mucho en la tarde y la noche trae un aire caliente
y seco que obliga a dejar tanto la ventana como la puerta de la
habitación (que se usa de sala), abiertas, más para evitar el sofoco que para
refrescar. Igual están todos las demás portones y ventanas en los quicios
del piso. El rumor de la gente afuera, en el pasillo, conversando en un
desorden perfecto llega como un zumbido espeso y compacto hasta acá. Los ojos
de Alina lucen un brillo acuoso que me hacen prever su llanto sin verlo llegar.
Una inesperada humedad se empieza percibir en el ambiente y los
vidrios de la ventana se empañan manchados por un vapor imperceptible.
—Empezamos—ha dicho con su
autoridad de corifeo y aunque lo hace en voz baja, eso ha bastado
para acallar el casalicio.
— ¡Ave María Purísima!
— ¡Sin pecado,
concebida!—le han contestado las abigarradas y promiscuas voces del gentío, al
unísono, en un coro dotado de una sincronía musical que casi logran un canto
solemne.
Terminada la misa
en la iglesia después de las aspersiones de agua bendita sobre el ataúd y la
bendición sacramental, los cargueros iniciales (los tres varones de
la familia y yo), flanqueamos el féretro y lo izamos cogiéndolo de las
asas, para conducirlo hasta la carroza donde el cuerpo hará su
último viaje encabezando una larga procesión pedestre hasta el
panteón de la parroquia, donde se le tiene reservado una bóveda por
voluntad de la muerta a quien en vida le repulsaba el estado de evidente
ruina que muestran los difuntos cuando se les exhuman los
restos de la tierra, de cuya hondura salen en medio de un revoltijo
de andrajos sucios, palos podridos, y piltrafas putrefactas (insufribles
recuerdos para quienes quieren guardar mejor memoria de sus muertos,
antes de trastear sus huesos a los osarios). Después de instalar el cajón
en la cabina de carga, el motor se enciende y la camioneta Chevrolet
negra, tipo carroza, empieza a bajar con parsimonia por la calle
principal mientras casi medio pueblo la sigue. Alina empieza
a marchar tomada de mi brazo, pensativa y callada. Unas finas lágrimas se deslizan
desde las comisuras de sus ojos hasta los ribetes de su nariz y un
orvallo sutil y raleado (que a pesar de lo tenue me recuerda al chubasco
del viaje de llegada) empieza a batirse sobre nosotros. Le paso mi pañuelo para
que se enjugue tanto las gotas que le caen, como el llanto del rostro:
—Hasta el cielo llora por doña Marta—le digo.
En el cementerio son los hermanos de la fallecida
quienes bajo la llovizna pertinaz se encargan de cargar el féretro para
conducirlo hasta su último descanso. Al llegar lo entregan a los sepultureros
que lo reciben y lo meten cautelosos en una de las
hoyas bajas que ahuecan la pared nueva, la cual aún ni siquiera se
revoca. Pensando en lo que había sido en vida la muerta, Alina se
apresura a última hora a solicitarle al sacerdote cambiar la acostumbrada
lectura del Eclesiastés por la del Salmo XV del Antiguo Testamento,
como colofón de la ceremonia religiosa ante la tumba de su
madre, antes de sellarla:
—“Señor ¿quién puede residir en tu santuario? ¿Quién
puede habitar en tu santo monte? Sólo el que vive sin tacha y hace lo
bueno...”—empieza a perorar el párroco.
Una vez se termina el acto, la familia
recibe junta y al pie de la bóveda los últimos pésames en tanto los
obreros encajan con cemento la lápida con la lacónica inscripción en
letra cursiva y cincelada: “Marta Aimara de Amaya... ejemplar madre,
esposa y amiga”. Una vez lista Alina es la primera que acerca y
golpea tres veces el mármol empotrado, con suavidad pero con firmeza.
Luego los demás la imitan. Sólo entonces se suelta a llorar sin pudor y
sin talanqueras, arrasando sus ojos, como si el raudal secreto en el que
pretendía ahogar su dolor hubiera por fin superado las fuerzas que intentaban
gobernarlo, barriendo los muros que lo contenían para ahora
desbocarse irrefrenable. Un relámpago que inesperadamente retumba y
la tormenta que lo secunda, hacen que la gente se santigüe y
corra hacia los buses buscando guarecerse, olvidándose de Alina, y de mí que
soy el único que se queda a consolarla mientras el cielo se empeña en
bañarnos a los dos sin tregua, sin descanso y sin ninguna piedad.
Al regresar a la casa, empapados, Alina
entra a su habitación a cambiarse y luego de unos minutos sale seca y vestida
con unos jeans azules, blusa y zapatillas negras y con un par
de prendas en su mano para que yo las use( una pantaloneta y una
camiseta de fútbol de su hermano que juega en las divisiones inferiores
del equipo América de Cali):
— Quitaté esa
ropa y la ponemos a secar—me dice cuando me las muestra, antes de
entregármelas. Voy a hacer café para matar el frío.
El resto de la gente llega detrás de nosotros con su
pesadumbre, pero silenciosos, y calmados, buscando las vetustas sillas de
la sala para acomodarse en ellas a descansar, o los asientos del comedor,
hechos con gruesas láminas metálicas y varillas de hierro por el dueño de la
casa (improvisado soldador y economista avezado), que junto con la mesa
rectangular que los complementa, se encuentran ubicados estratégicamente
contiguos a la cocina. Sillería esta última que además de incómoda, es
pesada, dura y ruidosa al arrastrarse: lo que en conjunto constituye un adefesio
mobiliario y un peligro latente para quien cometa el descuido de tropezar con cualquiera
de sus elementos:
— ¡Mija, Negra! hágase un cafecito para hacerle el quite a este frío—grita desde el sofá donde se ha recostado el díscolo hacedor de los embelecos de hierro, haciendo gala de sus modales montunos.
—“¡Mija?”—le contesta Alina en el mismo
tono de voz y desde donde lo escucha, pero matizando con un timbre de enojo
cada frase—, sepa don Zabulón que su “mija” se murió anteayer, la velamos
ayer y hoy la enterramos. Y a mí no le interesa heredar títulos de
servidumbre con ganancias de mendigo, ¿oyó?
Como si aterrizara llegando de otra dimensión, Alina
aparece en medio de la sala sorprendiendo a quienes nos encontramos allí, que
ni la escuchamos ni la sentimos aproximarse, sólo para continuar
impasible con su arenga.
—Además deje sus lágrimas de cocodrilo y su farsa de
marido dolorido que sin que se haya enfriado el lecho de mi madre, en un tris,
usted va a estar calentando la cama de su moza con sus calores de perro
añoso y resabiado, o desmièntame siga
negando que tiene amante.
Impelido por el temor al resto de la andanada
de unas verdades que nadie ignora, el viejo se levanta y mientras se abrocha la
camisa con una mano y se atusa la cabeza con la otra, busca la puerta en
silencio para huir por allí de la tormenta que se le desmadra bajo el techo.
Cuando lo de la infidelidad se supo los esposos separaron
cuerpos, alcobas y camas y no volvieron a unir nada, ni antes ni durante la
convalecencia de la enferma. Alina fue hasta el último momento la única
compañera de cuarto de su madre:
—Para que lo sepa yo no estaba llorando la muerte de mi mamá que fue un descanso, sino su vida junta a usted que nunca lo fue —le alcanza a decir Alina antes de que su padre cierre la puerta apresurado y sin responderle una sola palabra. Nadie se atreve a decir nada más.
Cuando decido ir a buscarla la encuentro donde
supuse que estaría: en el traspatio, meciéndose en el columpio, que ella misma
ha armado para el recreo de sus sobrinos: una tabla lisa amarrada con una soga
gruesa de cabuya, que cuelga del robusto ramal de un mango joven y que
también le sirve a ella a veces para sentarse a reflexionar.
— ¿Y Beny?— le pregunto, para empezar con un
tema amable.
—Se lo llevaron hace tres días para la finca, no
dejaba dormir a mamá ni a nadie con sus aullidos las últimas
noches. Los perros presienten estas cosas.
De las higueras, las palmas de plátano, y el
carambolo, llegan los olores de los frutos entre maduros y verdes y
los chirridos de los grillos, junto con el cantar urgido de los pájaros
rezagados del día:
—Siento haberte arruinado el viaje.
—No digás pendejadas.
—Hablo del bus: el fogaje, la llovizna y el olor a
cebollas que los asaltaron a ustedes, los viajeros en el bus.
— ¿Cómo sabes eso?
—Yo lo cause, Discúlpame.
— ¿Tú. Lo...? ¡Hummm!
No puedo evitar sonreírme con un aire escéptico y
mirarla con cierto reproche, sabiendo ella más que nadie el día no está
para frivolidades.
—Estaba picando el ahogado para los frijoles del
almuerzo y el guiso de los patacones cuando pasó lo de mamá, por eso la lluvia
me salió rara y maloliente— me dice con serena tristeza, mirando la
tierra del suelo pelado donde traza círculos con el dedo de su pie descalzo, mientras
se acomoda mejor en el madero colgante luciendo la infaltable actitud de
quien habla en serio y convencida de lo que dice:
—Tenés una novia extraña que tiene al cielo en su
corazón y su corazón en el cielo.
—Y la cabeza no se sabe dónde ¿cierto?
Sin que lo pueda evitar y sin siquiera
buscarlo, la película de los recuerdos recientes se rebobina en mi
memoria como en una vídeo-casetera, con el rostro de Alina
humedeciéndose con su llanto, y el pueblo mojándose con toda suerte de
lluvias al mismo tiempo:
—No son casualidades me dice —como si supiera de lo
que se ocupa mi enmarañado cerebro- esas son cosas que pasan cuando lloro, me
ocurre desde niña. Sólo mamá lo sabía porque aquí donde me ves católica
practicante, ni a mi confesor se lo he dicho. Cuando estoy muy feliz,
pasa lo mismo aunque se nota menos.
—Ajá—le contesto sin disimular la
incredulidad.
Al oírme, me echa una mirada rápida que le basta para reaccionar:
—No me cree, usted no me cree señor— se baja del
mecedero sobresaltada, al verme los mohines de reprobación y contrariedad, que
persisten en mi rostro, coloca sus manos en jarra sobre sus caderas y me mira
con sus ojos de basilisco vespertino. El trato en tercera persona hacia
mí aparece cuando el enojo es grave e infranqueable:
—La razón no permite creer porque me exige
saber “Ali”. Yo me guío por la ciencia de Aristóteles, Descartes,
Foucault, Mario Bunge y por la experiencia que me dan veinticinco
años de mi muy corta vida. Además el derecho que estudio en la universidad
me...
—Qué razón, ni qué ciencia, ni que experiencia, ni
qué derecho, ni qué nada. ¿Vos crees que la memoria de mi madre es un
juego para mí, zopenco?Me pregunta encarándome, dejándome sentir su
tibio aliento, abriendo sus ojos al máximo de su blancura (empañada apenas por
las manchas de una vieja hepatitis de su adolescencia) que contrasta con la
piel oscura de su rostro mulato:
—No—respondo secamente mirándola a la cara.
— ¡Entonces?
—Entonces nada.
Calmáte.Perdonáme.Disculpáme.
La primera evidencia
de esa maravilla surgió por obra de la naturaleza el primer día que su
cuerpo menstruó. Alina estaba dándole de comer a las aves en el corral cuando
sintió derramarse por sus muslos un líquido tibio y al ver la
sangre bajarle por sus piernas en una urdimbre de hilos rojos y móviles hasta
sus pies descalzos, se quedó paralizada por el miedo, creyendo que algo
grave le había sucedido. Doña Marta que la estaba observando, mientras
escamondaba los árboles y las matas del patio, acudió rápido a socorrerla:
—Mamá que me está pasando— le preguntó Alina ahogada por un llanto que le impedía hablar.
—Nada mi niña que ya empezaste a volverte una mujercita, le contestó ella mientras la consolaba y la dejaba acurrucarse contra su pecho. Después la cargó y la llevó hasta el lavadero para asearla, cuando ya el cielo se llenaba de nubes oscuras que no tardaron en descargarse.
La segunda señal la
tuvo Alina cuando descubrió Tato (un viejo pollo que su padre
le había comprado en el mercado un par de años atrás) tendido y muerto sobre el
mesón de la cocina, desnucado muy seguramente por las manos expertas de su
madre, en uno de esos días de necesidades extremas, cuando caducaban los
códigos con los que el amor protegía a las mascotas de la casa, eximiéndolas
de sufrir el precio de las exigencias culinarias. Tenía catorce
años y salió al patio con el cadáver acunado en los brazos y
empezó a gemir, después a llorar con un llanto indeciso e intenso que se
refrenaba de pronto y luego volvía con más fuerza, lo que le permitió
percibir los cambios que sufría el ambiente con sus conatos, como si
alguien con un obturador oculto, manejara los fenómenos naturales de la lluvia,
el sol, el frío, el calor, la luz la oscuridad y ese alguien además
aguaitara desde muy cerca sus reacciones para saber hacia dónde girar el
control y cuándo. Fue tan evidente aquello, que aunque Alina se asustó y pensó
que eso no era nada bueno, su tristeza por lo acontecido fue mayor que su miedo
y se desaguo en llanto al fin, y fue con esas lágrimas que se precipitó
la primera tormenta llamada a conciencia desde su extraordinario corazón.
Pasado el aguacero Alina dejó el cadáver donde lo había encontrado, aunque
lleno de barro. A la hora del almuerzo los ojos de la familia
la miraban dubitativos y curiosos, esperando alguna reacción, pensando
que ella no sabía lo de su pollo muerto pero también queriendo saber quién,
cómo, y cuándo había ensuciado con tierra húmeda, los restos del ave para
la sopa:
—Que rico el sancocho de Tato -—les dijo para despabilar la expectativa—Coman para que valga la pena, aconsejó. Su mamá que era la más compungida con el sacrificio realizado, le pidió perdón:
—Ay mamá tú no lo hubieras hecho sino hubieras tenido que hacerlo. Hoy se comió en esta casa gracias a Dios, a Tato y a ti—le contestó.
—Y a ti—respondió
su madre, benevolente y agradecida con el corazón de oro de su hija.
El tercero de los
portentos y el más memorable sucedió el día de la celebración, en
la casa paterna, de su fiesta de quinceañera a la que se invitó a Raimundo y a
todo el mundo(entonces vivían en los bajos): después de la acostumbrada
tanda de baile de la cumplimentada con su vestido rosado
de satén (primero con el edecán de honor asignado y luego con
cada uno los hombres presentes) sus dos padres la abrazaron emocionados (para
la foto inevitable, luego de la última nota del “Danubio Azul” de Richard
Strauss) porque su hija menor, su niña, se les había crecido ya,
para empezar a ser la “negra más bella de la familia” por ser la
única(su hermana es una mestiza alta y acuerpada, cuyos rasgos indios vienen de
los ascendientes paternos) y entonces pensó lo que quería que
sucediera: que cuando dieran las doce, la noche tuviera la claridad del
amanecer y que el cielo se iluminara hasta el último resquicio con luces rojas.
Así sucedió. Fue la primera vez que en Sinabria se vio un sol de los
venados enrojecer el techo del mundo como si fuera un incendio, clareando
en la hora más alta de la jornada terrestre. Los familiares y los
lugareños tienen ese 25 de abril de 1981 como el más extraordinario de
los días en los anales de Sinabria. De eso hace ya nueve años y unos
meses.
Ahora que estoy en el bus acompañando a mi madre de
vuelta a la ciudad, con el tozudo sol vespertino que calienta las
calles de Sinabria a temperaturas de infierno, ahora cuando empieza a llover
con gotas tenues y ralas y en el cielo cunde como difuminado
un amarillo cálido, preñado esplendorosamente de miríadas de
trazas doradas las cuales parecen teñir las praderas y
las montañas y hasta el horizonte (matizando cada espacio con su majestuoso
brillo), bajo una caída de rayos de sol blancos e intensos,
contrastando extraordinariamente entre ellos, abriéndose en
un abanico portentoso y descomunal que se
procura paso en medio de un valle de nubes (
semejando una llanura hecha de grandiosas motas de algodón flotantes),
las cuales se rompen y se ahuecan atravesadas por un
vivaz fulgor, proyectado al parecer desde lo alto del firmamento
con reflectores enormes, etéreos y poderosos, como si fueran cañones
disparando haces de luz: transfigurando mágicamente el
panorama, exaltando hasta lo inconcebible, hasta lo inenarrable, el
apogeo y la belleza de la tarde. Ahora es cuando, me pregunto ¿por
qué Alina espero a que me fuera para empezar a llorar? ¿Por qué no
se desahogó conmigo como siempre? ¿Por qué no buscó mi hombro y mi pecho, que
para eso siempre están listos y disponibles? Yo sé que está llorando con una
mezcla de alegría y de tristeza y sé por qué y sé por quién, y sé que cuando se
tranquilice esta maravilla cesará. Porque estas son las cosas que pasan
cuando Alina... llora.
(Jorge Lineya, Santiago de Cali, febrero 25
de 2009).
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