BIENVENIDOS

POR RAZONES AJENAS A MÍ Y POR CAMBIOS EN LA POLÍTICA DE PRIVACIDAD DE BLOGGER ,MI OBRA POÉTICA "DECLARACIÓN" HA SIDO CENSURADA Y VETADA UNILATERALMENTE POR EL ADMINISTRADOR DE ESTE SITIO. MI POEMA PUEDE SER LEÍDO EN :http://www.poesiasolidariadelmundo.com/2015/02/declaracion.html?spref=fb O EN http://www.mundopalabras.es/poesia/declaracion-2/

POR CONSIDERAR QUE LAS ÚLTIMAS DISPOSICIONES DE GOOGLE EN BLOGGER PARA CENSURAR LA PUBLICACIÓN DE CONTENIDOS EN LOS BLOGS ,ATENTAN CONTRA LOS MÁS ELEMENTALES DERECHOS CIUDADANOS COMO LA LIBERTAD DE OPINIÓN,DE EXPRESIÓN Y DE CONCIENCIA, ME PERMITO INFORMAR QUE ESTÁ ES LA ÚLTIMA PUBLICACIÓN DE MI OBRA EN ESTE ESPACIO VIRTUAL.Uno de mis nuevos blogs en donde pueden encontrar mis obras es:http://elreinodeldragon.blogdiario.com/1427218723/
y en https://elreinodeldragon.wordpress.com/author/jorlineya64/
MUCHAS GRACIAS A TODOS MIS LECTORES..QUIENES DESEEN CONTACTARME PUEDEN HACERLO EN EL SIGUIENTE CORREO:

JORGE LINEYA(aestrel20@gmail.com)

BLOOGER INSISTE EN CENSURAR EL TEXTO DE MI POEMA "DECLARACIÓN" A SABER LOS VERSOS:10,18,23,25,26 y 44 DE MI OBRA.EL ÚNICO CAMBIO QUE YO LE PUEDO HACER A CUALQUIERA DE MIS OBRAS ES EL QUE NAZCA DEL ERROR,BUSCANDO CORREGIRLO (SEA UN ERROR GRAMATICAL O DE SINTAXIS POR EJEMPLO ) DE LO CONTRARIO TODO SE QUEDA COMO ESTÁ.Y EN ESTE CASO ..TODO SE QUEDA COMO ESTÁ.Si mis publicaciones aquí se ven mal presentadas o defectuosas no es mi responsabilidad tampoco yo sé porque está pasando eso.

BIBLIOGRAFÍA DEL AUTOR:

Como autor mi seudónimo es Jorge Lineya: el apellido Lineya es una suerte de anagrama del nombre de mi desaparecida compañera Anyeli q.e.p.d ( 1966-1998) quien me apoyó en vida en mis inclinaciones literarias mecanografiando muchas de ellas y a quien le quise hacer un homenaje dejándola hacer parte de mí, como escritor.Como autor mi obra narrativa ha sido publicada en medios virtuales como la Revista Axxón ciencia ficción(http://axxon.com.ar/ en Argentina) ,donde se me publicó inicialmente como resultado de un concurso literario promovido por esta revista y cuyo premio era la publicación de las obras seleccionadas por el Consejo Editorial de la misma, siendo así como noviembre 2009 se publicó allí, mi obra GRAFFITI en su número 201.Posteriormente como colaboraciones en esta misma publicación han aparecido mis obras en las siguientes ediciones : en noviembre de 2009 LA ORDEN (MICRO) número 202; EL MINOTAURO(MICRO) en 2010 , número 204; EL REBELDE y GATO (MICROS) en octubre de 2010, en el número 211; NEMÉSIS (CUENTO) en agosto de 2012 en el número 233 ; y en septiembre de 2012 COSTUMBRE(CUENTO) en su número 234.Soy parte también en Argentina de un publicación llamada “TRIPLE C Cofradía del cuento corto (http://triple-c.ning.com/) donde los autores auto-publicamos y nos sometemos al escrutinio de los cofrades. En este blog he publicado: 29 poemas y 26 obras narrativas entre cuentos, relatos y micros.

Recientemente en febrero de 2014 se me ha publicado en la revista COSMOCÁPSULA(http://cosmocapsula.com/ en Santiago de Cali) donde mi obra "El aprendiz" hace el debut de mi narrativa en territorio colombiano(aunque sea virtual),en un espacio ajeno a mí.

Tengo una novela (COMUNIÓN) sobre mis experiencias en mi vida militar durante la prestación del servicio obligatorio.Soy nacido en Cali,Colombia.Las publicaciones en físico de mi obra se han dado así: en El Premio Algazara convocado por la Editorial Hipalage en España en 2010 , se escogió el micro “Graffiti” (de entre 878 textos que llegaron) para publicarlo en un libro con el título “Cuentos Alígeros” con otros 326 seleccionados. Este mismo micro ganó en 2013 un nuevo premio de publicación en físico en e l concurso Porciones del Alma” de la editorial(¿) Diversidad Literaria también en España(¿).Tengo en mi haber, un total de sesenta(60) obras registradas en la Dirección Nacional de Derechos de Autor de Colombia,entre narrativa,poesía y prosa.

Mi obra poética por su parte ha tenido acogida igualmente en España en la página "POESÍA SOLIDARIA DEL MUNDO" (http://www.poesiasolidariadelmundo.com/) que dirige en buena hora, FERNANDO SABIDO SÁNCHÉZ.

Escribo para ser leído ,no para ser aplaudido.Muchas gracias por su lectura.














miércoles, 3 de abril de 2013

CUANDO ALINA LLORA



A la memoria de Anyeli Becerra y Doña Cecilia Larrahondo(q.e.p.d)




Es viernes, y es la segunda vez   en esta semana que voy a  casa de Alina. La primera fue el lunes pasado, para presentarme ante su familia  como su novio: antes de ese día éramos   meros amigos para la gente cercana. Desde esa fecha  doña Marta (la mamá de  Alina), empezó a ser  asaltada por las dolencias últimas de un cáncer que ahora la tienen postrada  en la cama con sus parientes temiendo  lo peor. El diagnóstico  y el tratamiento no fueron oportunos, y la enfermedad que asomó  sus pródromos en un seno hace  cosa de un año (lo cual ya reportó una mastectomía total), hizo metástasis y  ha arreciado invadiendo ahora los pulmones. Recién ayer los médicos la desahuciaron, Alina me dio la mala noticia por teléfono. Nada se puede hacer salvo esperar un milagro: a buscar la taumaturgia  de las oraciones con más fervor se han aplicado las  mujeres de la casa (rogando por una cura definitiva ante los intercesores más eficaces del santoral), y los hombres a  cazar en los muladares del pueblo, gallinazos, cuyo caldo se supone  opera maravillas en los enfermos terminales de la oncología (según la farmacopea, sin fundamentos, de los desesperados).

Alina es la menos desconsolada de la familia, para ella lo de su madre no es más que el desenlace inevitable de años de desamor sobrellevados  con resignación en un silencio estoico, fiel a  su eterno talante de mártir( discípula devota de Santa Rita de Casia), resistiendo impasible los desafueros  de un marido indolente, desconsiderado y desleal  ( Zabulón,  a secas como lo llaman todos en la casa sin adjetivos cariñosos), que sólo le recabaron a ella cinco lustros bien contados de zozobras, angustias, frustraciones  y amarguras. Con el tiempo  esa áspera mixtura  hizo  catarsis, justo al lado del pecho donde a todos nos pende el corazón: las palabras que no decimos y los sentimientos que no expresamos con ellas (cuando se debe y corresponde) y en cambio nos guardamos adentro entre pecho y espalda, para rumiarlos   día tras día (sobre todo cuando están cargados de dolor y rabia) nos carcomen el alma y nos enferman el cuerpo, según Alina. Un  concepto muy personal y extremo, derivado  de alguna de las teorías  psicosomáticas de la alopatía moderna desde mi punto de vista; pero eso no es algo sobre lo que yo discuta con ella cuando  nos vemos, y eso que soy de los que piensan que racionalizar el mundo y hasta las desgracias, con una lógica rigurosa y desprevenida, es la mejor manera de no resentirnos con nadie, ni con nada. Pero no todas las personas tienen con la lógica un contrato indisoluble, sobre todo cuando de nada les  sirve.





El bus  en que  me acarreo se adentra para llegar a Sinabria por la antigua carretera atravesando un paisaje intercalado de barzas, plantaciones de caña; cercos de tierras baldías y vastas, con letreros  de “No se vende” multiplicándose en el fondo; fábricas con chimeneas humeantes que dan lejanas señales de vida; factorías abandonadas y ruinosas   carcomidas por la herrumbre y derrumbadas por el peso del olvido y la maleza; moteles subrepticios para amantes igual de furtivos, de los que hablan discretos y promisorios  avisos publicitarios  flanqueando la vía, ofreciendo en conjunto una visión anodina y sin sorpresas al viajero, hasta llegar a la  entrada de los suburbios, cuando se empiezan a vislumbrar hacia la margen izquierda, encaramándose sobre calles estrechas por la loma terrosa y polvorienta, las primeras casas del borrado puerto fluvial en una disposición de pesebre: con sus tejas azafranadas   ahogando  indolentes su  color  bajo el  baño de polvo   gris que les cae  amplio, silencioso y  flemático  desde el cielo plomizo, polucionado con munificencia por la fábrica de cemento  la cual  extiende sus predios un tramo grande ( a lo largo de la orilla de la  quieta y dura vía de asfalto), con sus molinos de piedra y cal y  todo su séquito de maquinaria imparable, cercada por setos de alambre de púas. Al frente, entre las montañas y sus peñascos, se encuentra la calera, de donde  extrae su materia prima. En esa fábrica trabaja el papá de Alina.

El río  original que  atravesaba el pueblo  de oriente a occidente, fue desviado medio siglo atrás para abastecer de agua al naciente emporio cementero y en los terrenos desecados de la vieja rada se  tiraron las líneas del ferrocarril,  y desde entonces los pescadores y marineros fluviales tuvieron que mudar su viejo y tradicional oficio por  el de obreros asalariados, y así el pequeño puerto ribereño pasó de húmedo a seco por obra de la poderosa y avasalladora magia del progreso local. Ahora los únicos que “abarloan”  aquí, frente  a las grandes bodegas que se construyeron, son camiones (altos y largos furgones) a los que  esperan tropeles de  estibadores,  ansiosos por conseguir la paga de un día de trabajo.



Aunque por las ventanillas, del otro lado, se explaya generoso un día fresco e iluminado por un sol pleno,  ha empezado a  llover  de una manera  inesperada sin que cambie la apostura de la tarde que sigue igual de clara, brillante  y tibia. Ni una sola  nube  se había visto (ni se ve aún) que  hiciera prever   la precipitación del agua: tampoco hay como explicarla ahora con un cielo despejado y tranquilo, lo que me hace pensar en esas lloviznas postizas de las películas  que caen en las escenas desde aspersores ocultos de utilería, como aquella que moja Rick con el rostro prestado de Humprey Bogart en “Casablanca,” cuando escapa  sin Ilsa de Paris y sus buenos recuerdos:

—Este clima loco lo causa el boquete que le hemos abierto a  la Capa de Ozono, con las emisiones de dióxido de carbono de cuanto aparato se mueve quemando  combustible fósil —razona alguien con una férrea credulidad en la ciencia y  sus últimas  conclusiones.

—Es la irresponsabilidad del hombre con la obra de Dios—rezonga  otro, usando un tono evangelizador de pastor protestante.
   .
—El efecto invernadero—interviene alguien más.

Una calidez canicular  impropia y extraña para esta época del año,  saturada de un recalcitrante, pesado, y fuerte olor a cebollas ( que han de estar amontonadas por millares, en algún galpón muy cerca de aquí), empieza a calarse desde la calle impregnando  el estrecho ámbito del bus y azarándonos  a todos con su tufo insoportable, sin que nadie pueda hallar una explicación afuera en los alrededores, y a juzgar por los gestos de desagrado de los transeúntes  y por las actitudes de los vecinos que empiezan a cerrar las puertas y ventanas de sus casas, la incomodidad no es sólo nuestra. Agosto es un mes de vientos fuertes  que refrescan las tardes y las noches y atenúan a su paso hasta la podredumbre  de la curtiembre, que es la empresa que produce los peores olores de la zona, pero  en este punto del viaje todavía estamos muy lejos de su bahorrina, como para poder pensar que son sus cueros en remojo los responsables de nuestro desasosiego.




Las ventanillas empiezan a ser usadas como escapes, bajando los cristales  para airearnos adentro (a falta de un mejor remedio) pero ni el hedor ni el bochorno que lo acompañan se dispersan y en cambio parecen más bien  recrudecer, hasta lograr desesperarnos  a todos: que no solo no sabemos qué hacer, sino que pensar, para encontrarle una explicación al fenómeno que logra inclusive provocarnos algunas lágrimas falsas, además de molestias en la garganta, con sus consecuentes carraspeos. El conductor del bus quien  trabajaba hasta hace unos años  alquilándose  en las  entradas de las fábricas para descargar las mercancías  de los camiones( un negro retinto, alto y fornido con sus pasas intonsas  que le crecen hacia arriba y hacia  atrás, formando una gran esponja con su cabellera) y conocido desde esos  días con el apodo de “El Diablo”( por el parecido que tiene con la efigie de un caja de fósforos que se vende en las tiendas con ese nombre, la cual resulta a su vez una caricatura  del cantante de la Fania, Pete “El Conde” Rodríguez”),  vaticina con una convicción sacerdotal:

— ¡El mundo se puede estar acabando hoy señoras y señores, confiesen sus pecados, libérense de sus culpas, salden sus cuentas con el prójimo!— advierte vociferando  con el tono tremendista de profeta de la hecatombe, leyéndoles  la aprensión  en las caras a la mayoría de los pasajeros, mientras los mira desde el fondo  de los espejos retrovisores del vehículo, con el rictus solemne y serio de una ave de mal agüero,  para luego despacharse con  una risotada burlona y estrepitosa.

— ¡Jajajajajaja! No jodás ve, aquí vivimos más del miedo que del aire, oís—dice con su acostumbrada sorna, acentuando cada palabra con el dejo propio de la gente del Valle del Cauca, antes de  empezar a canturrear “Oigan señores, oigan señores no sé lo que va a pasar cuando llegue el día que llegue aquel hombre, que fue el enviado de Dios, que se llama Jesús que se llama Jesús;  que trae un garrote, también un machete. ¡Pa que?...” y entonces le sube volumen  a la canción de la orquesta dominicana “Los Virtuosos” de Cuco Valoy, que suena en la casetera del vehículo, armando una bullaranga con la  que se podría organizar una fiesta aquí adentro.

El encapotamiento súbito del cielo  que oscurece con una sombra inopinada  y casi nocturna  el tiempo  primaveral que hacía, y los fucilazos intimidantes de los relámpagos, coinciden con el vozarrón del jayán que vuelve a estallar en un escándalo de carcajadas  justo cuando se oyen las apocalípticas explosiones de los truenos. No faltan quienes se persignan, amedrentados  por las extrañas coincidencias  que a destajo teje la casualidad:

—Santa Bárbara, bendita se oye deprecar  a una voz de mujer vieja, atrás.




Al llegar, subo las escaleras de la casa  con parsimonia, hacia el segundo piso (la parte baja esta alquilada) y cuando la tengo enfrente empujo y cruzo la puerta, que como siempre se encuentra abierta, demostrando la absoluta  confianza que se tiene en los paisanos acá:

— ¡Buenas tardes!—saludo levantando el tono, esperando que alguien me conteste.

Una desolación y un silencio densos como una misma nata que se puede   palpar y romper, me reciben y me hacen sentir su opresión. A pesar de la enferma(o aunque sea paradójico quizás por ella misma) aquí nunca ha faltado el alboroto: desde cuando se le diagnostico el mal, vecinos, amigos, conocidos, y   familiares han venido a verla. Como la misma Alina dice, parentela que no se sabía que existía o   que ya  ni siquiera se contaba  entre  la viva en los balances de  los  improvisados censos domésticos, ha recalado  últimamente a decir o recordar quienes son, valiéndose de nimios o prolijos gestos de solidaridad   y apoyo para la aquejada y los suyos: todo eso se agradece y todos lo agradecen en la familia, aunque el desfile de gente que se aviene a  veces  resulta inoportuno e inmanejable y más de romería de curiosos, que de personas tratando verdaderamente de condolerse y de expresar su pretendida solidaridad.  Huéspedes inesperados han pasado semanas o hasta meses aquí, dejando unos el rastro grato de  su recuerdo  y otros la ominosa sensación de que nunca existieron, ni vinieron, ni estuvieron, ni les vimos realmente,  como   si se tratara de  estantiguas hechas de humo y cuento. Los “aparecidos” los llama Alina y los trata como si esa fuera su natural y  auténtica índole:

—Mirá —me explica con soltura— hay a quienes sólo los atrae la morbosa necesidad de constatar quién  está por acompañarlos allá, donde hace rato están ellos  sin darse cuenta. Pero hasta con esas almas de purgatorio, a las que sólo convoca la cercanía de la muerte del prójimo, se tiene que ser hospitalaria, me advierte siempre, sin ningún rescoldo de resentimiento ni  de duda, e  imbuida de una certidumbre escatológica que me  preocupa aunque no se lo diga(hay cosas que prefiero no decirle, evitando chocar).

Ni las mascotas  de  Alina asoman sus narices para rescatarme de la pesadumbre y de la incertidumbre que me reconcomen: no está el gato despatarrado en el sofá como siempre ni  el perro, que  de costumbre me presiente y sale a buscarme para colmarme con sus  exultaciones y recibirme con sus saltitos. He seguido por el oblongo corredor que atraviesa  la casa con bajadas y subidas irregulares( cada cuarto se levanta sobre un suelo a desnivel que hace un escalón en cada límite de pared interno, como evidencia de la impericia del constructor y de su labor a retazos),  comprobando el estado de cada habitación hasta dar con la de la convaleciente que es la única  que se encuentra  impecable y organizada, pero tan  solitaria como las otras en su barullo, aunque con su infaltable olor a medicinas de droguería, a potingues de botica, y a alcohol metílico. En la cocina encuentro trastos puestos con alimentos hirviendo sobre la estufa de gas. La batahola de las aves de corral respondiéndole a una voz de mujer que las oxea,  marcada por el chasquido de líquido reventándose en chorro contra el suelo, me  arrastran hacia el patio al que conectan una bermeja y desvaída  puerta de metálica acanalada y unas palurdas y escasas  escaleras de cemento. Cuando llegó al umbral y  ojeo el panorama, encuentro a Hefaistos tendido como un pachá sobre uno de los peldaños, recibiendo la resolana con un  abandono felino  y a  Alina   desnuda y distraída, secándose el cuerpo por la reciente ducha, con una amplia toalla de leones estampados, bajo el tubo raso de la alberca y  hostigada  aún por las gallinas, los pavos, los patos y los gansos que porfían por rodearla cuando no por metérsele entre  las pierna, estorbándole, a  pesar de sus seseos autoritarios:

—Te va mejor con tus sobrinos: por lo menos  te hacen más caso— le digo para llamar su atención, antes de hacerle la pregunta obvia.

Cuando ojos mostrando una serena sorpresa me encuentran, se quedan mirándome absortos, desde un reflexivo silencio que parece hecho para escarbar  adentro en  los archivos de su memoria (como buscando algo para decirme y una manera de decírmelo):



—Esta tarde murió mamá—me informa con  pausada  tristeza mientras se envuelve en la tela con desgano- Quise avisarte pero tu madre me dijo que ya habías salido para acá. Ella quedó en venir más tarde.





Doña Marta  había amanecido extraviada en unos de sus delirios febriles y los había  despertado al filo de la madrugada desvariando en una lengua sibilina, tratándolos a todos como a una runfla de desconocidos pero solicitándoles el auxilio( ese si   en un claro español) para que se llevaran de ahí  a una mujer imaginaria que  veía sentada de costado al pie de su cama, vestida en un cerrado luto y con un aire elegante de dama de alcurnia con el que  no se dignaba  a mirarla ni siquiera cuando ella, como dueña y señora de su casa, sin perder la compostura, la instaba amablemente a que se  fuera:
—Haber quienes  se invitan solas a entierros donde no tienen velas— le reprochaba doña Marta a la invisible intrusa, en lengua vernácula, y luego parecía repetir lo mismo en el idioma de otro mundo.

Un sombrero grande, de ala circular y ancha, ornado con sobrios  artificios  y un velo vaporoso  cubriéndole parte del rostro, hasta una sigilosa altura que sólo   dejaba ver   unos labios pintados con un discreto carmín  asomándose sobre un escultural mentón de  piel alabastrina, era  la descripción que hacia la doliente de su indeseable visitante, que cuando oía los ruegos de Doña Marta   se limitaba, supuestamente, a  descruzar una pierna para cruzar la otra con  medida elegancia, tecleando con un afán compulsivo los dedos sobre  su cartera de charol  puesta sobre el regazo   (  un charol lustroso y negro como el de sus zapatos que encajaban perfectamente con esas manos forradas en  unos oscuros y finos guantes de piel), concretando así una pomposa suma de detalles que a  mi suegra le recordaba,  por sus aires  y sus ínfulas de reina, a  Greta Garbo.





En su hermético desvarío doña Marta hacía  gala de su sapiencia de modista elogiando el buen gusto de la blusa    estilo sastre y   la falda de vuelo estrecho hasta las rodillas que ostentaba la onírica  advenediza. El calmante intravenoso en una dosis alta (prescrita previamente y para esos casos, por su terapeuta) fue lo único capaz de desvanecer el espejismo de su inconsciencia  sumiendo a la enferma en un sosegado sopor. Alina misma la inyectó mientras su hermana Leticia (la otra mujer de la familia) detenía con firmeza el brazo inquieto y desgastado  de su madre. Cuando la enferma se despertó en la mañana parecía pasada por el Jordán: era la misma de siempre aunque sosteniendo su cuerpo enteco y desmedrado (minado tanto por el tratamiento médico como por el padecimiento)  sobre una voluntad marmórea que parecía intacta y  capaz de  disputarle a la muerte los últimos jirones de vida, sin perder el buen talante:

—Tengo el hambre de una resucitada y una sed de tierra seca que es un incendio hija—le dijo a Alina quien apenas escuchó los gemidos de su despertar, inclinada sobre la hornilla  en la cocina donde aparejaba el desayuno, se había asomado a la puerta de la alcoba.
Hablaba con una largueza y una fuerza ajenas a su estado como si el sueño además de paliativo le hubiera resultado reparador. Alina se preocupó pero igual le sonrió con afecto  y le acercó el vaso de agua fresca que  ya llevaba en su mano, servido en un platillo.

—Quiero verlos a todos—le dijo su madre concentrada en la bebida, soliviándose sola sobre la almohada y   sorbiendo el  líquido bajo la mirada extrañada de su enfermera doméstica— esta cristiana ya está sintiendo pasos de animal grande, muy grande hija - recalcó.
— ¿Cuándo?

—Para ayer ya era tarde; a la una requiero al sacerdote aquí y a las dos en punto al doctor Galeano, por favor— dispuso la  enferma con una tierna autoridad.

—Sí señora —contemporizó  Alina mientras empezaba a pensar cómo hacer los mandados: siendo la menor funge  de primogénita, es el Jacob con falda, de la tribu.

—Una última cosa. El vestido que me hice con la tela  que compré en  las últimas vacaciones con su papá en Maicao, lo quiero para lucirlo en  mi funeral: que me sirva de mortaja lo que no me alcanzó para sayo, caramba.



—Sí señora—volvió a decir Alina.





Después de  una  larga    tanda de llamadas  telefónicas matinales y tempraneras, antes de las nueve   ya medraban en la sala de la casa los convocados. Cuando se tuvo el clan completo se les hizo pasar en bloque a petición de la enferma: Ahí estaban sus hermanos y los de su marido;    sus  hijos con sus nueras; su  hija con su único yerno,  cada cual con sus cónyuges y con  sus respectivas proles,    algunos cargando a los   párvulos  y a los  recién    nacidos, muchos  de   los    cuales    había ayudado cuidar o  a   criar en    épocas    aciagas,    cuando la  casa     completa era un  falansterio de buena laya    para  los   refugiados     de   los     malos    tiempos:

—Me tocó    irme  sin   conocer     tus   retoños mi   arbolito  de caoba—interpeló la encamada a Alina, quien  precedía  el  gentío que llegaba  hasta la entrada del dormitorio.
—Así parece doña Marta— respondió Alina  con  solemnidad y un dejo de   mal disimulado pesar.
— ¿Va  a ser   el que sabemos, el   padre    de  tus  vástagos?
—Si me “descuido” quizás.

Un  leve estallido de risas al unísono, entre  asordinadas y trastabillantes, enmarcaron  la respuesta de Alina, la  única   célibe y aterrizada   de sus hijos, la “buena oveja negra” como le decía  su  madre, por tener el suficiente caletre para apartarse del rebaño  de su progenie  descarriada.
—Ese muchacho merece un “descuido” muy bien pensado, tiene un corazón celestial a  pesar de  su  temperamento  de  pólvora, les deseo lo mejor a los dos. Tienen mi bendición para lo que sea que decidan.
Luego se dirigió al resto del improvisado auditorio que la miraba con una rigurosidad luctuosa y con  patente  expectativa:
—Me estoy yendo  para no volver y  es hora  de  hacer   la  del  arriero cuando empieza el viaje: aliviar   las cargas—espetó con un  suspiro largo y profundo.



Pidió  los perdones, hizo las paces, y concedió   con  indulgencia   las  absoluciones   personales  que se le pidieron, y las que no sin decir nombres propios,  para    cumplirles   al  catecismo    y a  su  alma. Encargo  sus   nietos  a  sus propios  padres(a quienes había reemplazado en la crianza por demasiado tiempo),  abogando para que unos  al fin se asentaran   y  vivieran  unas  vidas  sosegadas,  libres de sobresaltos y  angustias ,  y para que otros,    fueran al fin ,algo más que   meros   progenitores,    como   habían sido  hasta   ese    día   y    hora. Luego   hizo   ahilar  a los párvulos   para   repartirles  las bendiciones y los  ósculos  como  hacia antes,  cuando   distribuía salomónicamente las golosinas   caseras    o  de  dulcería, que les regalaba en las tardes de los días felices. Cuando  sintió  el rigor  del  esfuerzo  pidió permiso para  esperar  íngrima   al sacerdote. La  habitación empezó evacuarse con lentitud entre murmullos y despedidas tan  afectuosas como apresuradas. Algunos se quedaron alargando la visita afuera en la sala o el comedor. El padre   Primo  llegó  puntual  a  atender sus quehaceres religiosos   y se desocupó una hora después cuando la confesada se abismó de nuevo en su letargo, libre de toda culpa y en paz  con su  Dios.



Buscando el único espejo de la casa ubicado allí para afinar la vigilancia de la enferma, Alina  entró  a acomodarse mejor la vincha con que  se sujetaba su cabello rebelde y frondoso, mientras preparaba el condumio para el almuerzo. Un frío polar   la conmovió de pies  a cabeza  cuando se miraba en el cristal. Sólo tuvo que escudriñar  desde ahí el lecho de la enferma para darse cuenta:
— ¡Madre?—alzó la voz sin gritar.

—El doctor Segundo Alberto,llegó—le  avisó Leticia  desde la sala y al mismo tiempo  empezó a acercarse escoltada por  sus propias  pisadas apresuradas, haciendo oír sus tacones altos (que resonaban con un sonsonete de martilleo contra el suelo) seguidos por  unos leves pasos de hombre  que se  dejaban  arrastrar por el afán ajeno. No  tuvieron  que entrar a la habitación, Alina   salió a decírselos con una seguridad impávida que apenas empezaba a deshilarse en unas tranquilas lágrimas de resignación:
—Se fue mamá.



El  médico  entró deprisa  a  confirmar   el   diagnóstico  de  Alina    mientras  Leticia se  quedaba    parada    en   medio   del  pasillo   entre   aturdida e incrédula, con una mano en la boca( que parecía ahogar un grito), y unos ojos atónitos a punto de desorbitarse.  Un  silencio   lúgubre   que se impuso a  sí  mismo   empezó a cundir  en  cada espacio    con la fuerza de  una  presencia  invisible y   poderosa, como reclamando el  homenaje mudo de todo lo existente hacia la  difunta, y el  patio, y el cabal ámbito del solar, y las calles (y aun el aire  en cuanto  abarca su intangible y vasto imperio), parecieron cesar por unos efímeros minutos su  ajetreo  y su alharaca,  mientras Alina se sentaba  mustia y sola  a acariciar las manos de su madre y a sentir ese tiempo tan frío, tan distante, tan de nada, que le crecía ahora  adentro, con su  mortal desaliento invadiendo cada célula ese cuerpo vencido, mientras una  llovizna queda empezaba a refrescar la tarde, y sus ojos comenzaban descargar sin apuros, las aguas de  su tristeza. En el único reloj de la casa (un despertador circular, de cuerda, puesto sobre el desvaído y descascarado  armario de lámina del cuarto matrimonial  y que  tenía dibujada en su cara  la escena de una gallina con su recua pollitos amarillos) daban la  dos de la tarde.



— ¡Mierda, carajo!—he dicho al oír  lo del deceso de doña Marta, y me he recostado contra el marco  de la  puerta  sorprendido y vapuleado por la mala noticia.  Alina ha subido a buscarme y me ha abierto sus brazos  para que yo  entre en su espacio  a   compartir mi pena   juntándola con la suya, haciéndola un mismo dolor, unificando nuestra mutua e impostergable urgencia de compasión y de  amor.

—Ayúdame a organizar la casa, los de la funeraria están por llegar con mi Negra: con el cuerpo de mi Negra mejor dicho— corrige y  me lo dice apretándome contra ella, mientras apoya su cabeza en mi pecho. Me lo  pide,   transmitiendo en cada  palabra un nítido sabor a melancolía y desconsuelo, luego de un rato de mirarnos el uno al otro instalados dentro de  un silencio inalterable:

—Claro— le contesto.

Aunque claro no tengo absolutamente nada. La muerte tiene un color turbio y una  amargura   devastadora, cuando no se le sabe esperar a pesar de sus manifiestas e inequívocas señales. El resto de la gente se ha ido a cumplir con las instrucciones impartidas por Alina con su sentido de preboste: a su padre   como esposo de la fallecida  le encargó los trámites de la defunción ante las autoridades. A Leticia  le encomendó  ir con el sacerdote a  acordar los detalles de las misas tanto la del sepelio como las conmemorativas; a sus hermanos (Chema y Nacho)  el uno para diligenciar la contrata de los buses encargados de transportar  a la gente que iría  acompañar el cortejo fúnebre hasta la inhumación del cadáver y el otro para acordar los costos, los pagos a la compañía funeraria y  demás pormenores del servicio de exequias. Las personas que estaban ahí al momento del fallecimiento asumieron sin pedírselo, el deber de propagar  la infausta noticia  a sus allegados, antes de que los carteles  con el nombre de la fallecida (los cuales habrían de pegarse pronto en los alrededores) comenzaran dispersar su silencioso eco en el barrio. A las órdenes de  Alina yo también he hecho mi parte, ayudándola a poner en cada rincón de la casa  el orden y el lustre de   palacio de pobres que siempre ha tenido. En la sala y el corredor   se han dispuesto a cada lado, adosadas a cada pared, ristras de sillas plásticas prestadas por los vecinos para acomodar  a los acompañantes del velorio.

Alina me ha pedido que esté a su lado durante las oraciones. Se ha vestido en un negro riguroso con  un vestido enterizo de lino (que le cubre hasta las rodillas), medias veladas oscuras y zapatos cerrados  y con la misma mantilla de encaje que usaba su madre para los ritos de difuntos lo cual la hace ver  tan señorial, tan solemne,  tan grave como lo impone no sólo el momento sino el mando que se le ha delegado para dirigir la ceremonia con el rosario, también heredado,  en su mano. El  servicio se ha organizado formando un cuadro de veladores  alrededor del féretro puesto sobre soportes  dorados. No ha llovido  mucho en la tarde y la noche trae un aire caliente y seco  que obliga a dejar tanto la ventana  como la puerta de la habitación (que se usa de sala), abiertas, más para evitar el sofoco que para refrescar. Igual están todos las demás portones y ventanas  en los quicios del piso. El rumor de la gente afuera, en el pasillo, conversando en un desorden perfecto llega como un zumbido espeso y compacto hasta acá. Los ojos de Alina lucen un brillo acuoso que me hacen prever su llanto sin verlo llegar. Una  inesperada humedad se empieza  percibir en el ambiente y los vidrios de la ventana se  empañan manchados por un vapor imperceptible.

—Empezamos—ha dicho con  su  autoridad  de corifeo   y aunque lo hace en voz baja, eso ha bastado para acallar el casalicio.

— ¡Ave María Purísima!


— ¡Sin pecado, concebida!—le han contestado las abigarradas y promiscuas voces del gentío, al unísono, en un coro dotado de una sincronía musical que casi logran un canto solemne.

Terminada la misa en la iglesia después de las aspersiones de agua bendita sobre el ataúd y la bendición sacramental, los cargueros iniciales (los tres varones de la familia y yo), flanqueamos el féretro y  lo izamos cogiéndolo de las asas, para conducirlo  hasta la carroza donde  el cuerpo hará su último viaje encabezando una larga  procesión  pedestre hasta el panteón de la parroquia, donde se le tiene reservado una bóveda  por voluntad de la muerta a quien en vida le repulsaba el estado de evidente  ruina  que muestran los difuntos  cuando se les exhuman los  restos de la tierra, de  cuya hondura  salen en medio de un revoltijo de andrajos sucios, palos podridos, y piltrafas putrefactas (insufribles recuerdos  para quienes quieren guardar mejor memoria de sus muertos, antes de trastear sus huesos a los osarios). Después  de instalar el cajón en la cabina de carga,  el motor se enciende y la camioneta Chevrolet negra, tipo carroza, empieza a bajar con parsimonia por la calle principal  mientras casi medio pueblo  la  sigue. Alina empieza a marchar tomada de mi brazo, pensativa y callada. Unas finas lágrimas se deslizan desde las comisuras de sus ojos hasta los ribetes de su nariz y un orvallo  sutil y raleado (que a pesar de lo tenue me recuerda al chubasco del viaje de llegada) empieza a batirse sobre nosotros. Le paso mi pañuelo para que se enjugue tanto las gotas  que le caen, como el llanto del rostro:

—Hasta el cielo llora por doña  Marta—le digo.

—Lo sé— contesta ella  sin mirarme  y  con sus ojos fijos   y absortos en el vacío y completamente  persuadida de lo obvio.



En el cementerio son los hermanos de la fallecida quienes bajo la llovizna pertinaz se encargan de cargar el féretro  para conducirlo hasta su último descanso. Al llegar lo entregan a los sepultureros que lo reciben  y lo  meten  cautelosos en una  de las hoyas bajas  que ahuecan la pared  nueva, la cual aún ni siquiera se revoca.  Pensando en lo que había sido en vida la muerta,  Alina se apresura a última hora a solicitarle al sacerdote cambiar la acostumbrada lectura del Eclesiastés por la del Salmo  XV del Antiguo Testamento, como  colofón  de la ceremonia religiosa ante  la tumba de su madre, antes de sellarla:

—“Señor ¿quién puede residir en tu santuario? ¿Quién puede habitar en tu santo monte? Sólo el que vive sin tacha y hace lo bueno...”—empieza a perorar el párroco.

Una vez se termina el acto, la familia recibe  junta y al pie de la bóveda los últimos pésames  en tanto los obreros encajan con cemento la lápida  con la lacónica inscripción en letra cursiva y cincelada: “Marta  Aimara de Amaya... ejemplar madre, esposa  y amiga”. Una vez lista Alina es la primera que acerca  y golpea tres veces el mármol empotrado, con suavidad pero  con firmeza. Luego  los demás la imitan. Sólo entonces se suelta a llorar sin pudor y sin talanqueras, arrasando sus ojos, como si  el raudal secreto en el que pretendía ahogar su dolor hubiera por fin superado las fuerzas que intentaban gobernarlo,  barriendo los muros que lo contenían   para ahora desbocarse irrefrenable.  Un relámpago que inesperadamente  retumba y la tormenta que lo secunda, hacen que  la gente  se santigüe y  corra hacia los buses buscando guarecerse, olvidándose de Alina, y de mí que soy el único que se queda a consolarla  mientras el cielo se empeña en bañarnos a los dos sin  tregua, sin descanso y sin ninguna  piedad.

Al regresar a la  casa, empapados, Alina entra a su habitación a cambiarse y luego de unos minutos sale seca y vestida con unos  jeans azules, blusa  y zapatillas negras  y con un par de prendas en su mano para que  yo las use( una pantaloneta y una camiseta  de fútbol de su hermano que juega en las divisiones inferiores del  equipo  América de Cali):

— Quitaté  esa ropa y la ponemos a secar—me dice cuando me las muestra, antes de entregármelas. Voy a hacer café para matar el frío.

El resto de la gente llega detrás de nosotros con su pesadumbre, pero silenciosos, y calmados, buscando las vetustas  sillas de la sala para acomodarse en ellas a descansar, o los asientos del comedor, hechos con gruesas láminas metálicas y varillas de hierro por el dueño de la casa (improvisado soldador y economista avezado), que junto con la mesa rectangular que los complementa, se encuentran ubicados estratégicamente  contiguos  a la cocina. Sillería esta última que además de incómoda, es pesada, dura y ruidosa al arrastrarse: lo que en conjunto constituye un adefesio mobiliario y un peligro latente para quien cometa el descuido de tropezar con cualquiera de sus elementos:

¡Mija, Negra! hágase un cafecito para hacerle el quite a este frío—grita desde el sofá donde se ha recostado el díscolo hacedor de los embelecos de hierro, haciendo gala de sus modales montunos.


—“¡Mija?”—le contesta Alina  en el mismo  tono de voz y desde donde lo escucha, pero matizando con un timbre de enojo cada frase—, sepa don Zabulón que  su “mija” se murió anteayer, la velamos ayer  y hoy la enterramos. Y a mí no le interesa heredar títulos de servidumbre con ganancias de mendigo, ¿oyó?

Como si aterrizara llegando de otra dimensión, Alina aparece en medio de la sala sorprendiendo a quienes nos encontramos allí, que ni la escuchamos ni la sentimos aproximarse, sólo para continuar impasible  con su arenga.

—Además deje sus lágrimas de cocodrilo y su farsa de marido dolorido que sin que se haya enfriado el lecho de mi madre, en un tris, usted  va a estar calentando la cama de su moza con sus calores de perro añoso y resabiado, o desmièntame siga negando que  tiene amante.

Impelido por el  temor al resto de la andanada de unas verdades que nadie ignora, el viejo se levanta y mientras se abrocha la camisa con una mano y se atusa la cabeza con la otra, busca la puerta en silencio para huir por allí de la tormenta que se le desmadra bajo el techo. Cuando  lo de la infidelidad se supo los esposos  separaron  cuerpos, alcobas y camas y no volvieron a unir nada, ni antes ni durante la convalecencia de la enferma. Alina fue hasta el último momento la única compañera de cuarto de su madre:

Para que lo sepa yo no estaba llorando la muerte de mi mamá que fue un descanso, sino su vida junta a usted que nunca lo fue —le alcanza a decir Alina antes de que su padre cierre la puerta apresurado  y sin responderle una sola palabra. Nadie se atreve a decir nada más.

Cuando decido ir  a buscarla la encuentro donde supuse que estaría: en el traspatio, meciéndose en el columpio, que ella misma ha armado para el recreo de sus sobrinos: una tabla lisa amarrada con una soga gruesa de cabuya, que cuelga del robusto ramal de  un mango joven y que también le sirve a ella a veces para sentarse   a reflexionar.

— ¿Y Beny?— le  pregunto, para empezar con un tema amable.

—Se lo llevaron hace tres días para la finca, no dejaba dormir a mamá ni  a nadie con sus aullidos  las últimas  noches. Los perros presienten estas cosas.

De las higueras, las palmas de plátano, y el carambolo, llegan los olores  de los frutos entre maduros y verdes  y los chirridos de los grillos, junto con el cantar urgido de los  pájaros rezagados del día:

—Siento haberte arruinado el viaje.
—No digás pendejadas.
—Hablo del bus: el fogaje, la llovizna y el olor a cebollas que los asaltaron  a ustedes, los viajeros en el bus.
— ¿Cómo sabes  eso?
—Yo lo cause, Discúlpame.
— ¿Tú. Lo...? ¡Hummm!

No puedo evitar sonreírme con un aire escéptico y mirarla con  cierto reproche, sabiendo ella más que nadie el día no está para frivolidades.

—Estaba picando el ahogado para los frijoles del almuerzo y el guiso de los patacones cuando pasó lo de mamá, por eso la lluvia me salió rara y maloliente— me dice con serena tristeza,  mirando la tierra del suelo pelado donde traza círculos con el dedo de su pie descalzo, mientras se acomoda mejor en  el madero colgante luciendo la infaltable actitud de quien habla en serio y  convencida de lo que dice:

—Tenés una novia extraña que tiene al cielo en su corazón y su corazón en el cielo.

—Y la cabeza no se sabe dónde ¿cierto?

Sin que  lo pueda evitar y sin siquiera buscarlo, la película de los recuerdos recientes  se rebobina en mi memoria como en una vídeo-casetera, con el rostro de  Alina humedeciéndose con su llanto, y el pueblo  mojándose con toda suerte de lluvias al mismo tiempo:

—No son casualidades me dice —como si supiera de lo que se ocupa mi enmarañado cerebro- esas son cosas que pasan cuando lloro, me ocurre desde niña. Sólo mamá lo sabía porque aquí donde me ves católica  practicante, ni a mi  confesor se lo he dicho. Cuando estoy muy feliz, pasa lo mismo aunque se nota menos.

—Ajá—le contesto sin  disimular la  incredulidad.

Al oírme, me  echa una mirada rápida que le basta para reaccionar:

—No me cree, usted no me cree señor— se baja del mecedero sobresaltada, al verme los mohines de reprobación y contrariedad, que persisten en mi rostro, coloca sus manos en jarra sobre sus caderas y me mira con sus ojos de basilisco vespertino. El trato en tercera persona hacia mí  aparece cuando el enojo es grave e infranqueable:

—La razón no permite creer porque me exige saber  “Ali”. Yo me guío por la ciencia de Aristóteles, Descartes, Foucault, Mario Bunge y por la experiencia que me dan   veinticinco años de mi muy  corta vida. Además el derecho que estudio en la universidad me...

—Qué razón, ni qué ciencia, ni que experiencia, ni qué derecho, ni qué  nada. ¿Vos crees que la memoria de mi madre es un juego para mí, zopenco?Me pregunta encarándome, dejándome sentir su tibio aliento, abriendo sus ojos al máximo de su blancura (empañada apenas por las manchas de una vieja hepatitis de su adolescencia) que contrasta con la piel oscura de su rostro mulato:

No—respondo secamente mirándola a la cara.

— ¡Entonces?



—Entonces nada. Calmáte.Perdonáme.Disculpáme.



   

La primera evidencia de esa maravilla surgió por obra de la naturaleza  el primer día que su cuerpo menstruó. Alina estaba dándole de comer a las aves en el corral cuando sintió derramarse por  sus muslos un líquido tibio  y al ver la sangre bajarle por sus piernas en una urdimbre de hilos rojos y móviles hasta sus pies descalzos, se quedó paralizada por el miedo, creyendo que algo grave  le había sucedido. Doña Marta que la estaba observando, mientras escamondaba los árboles y las matas del patio, acudió rápido a socorrerla:

Mamá que me está pasando— le preguntó Alina ahogada por un llanto que le impedía hablar.

—Nada mi niña que ya empezaste a volverte una mujercita, le contestó ella mientras la consolaba  y la dejaba acurrucarse contra su pecho. Después la  cargó y la llevó hasta el lavadero  para asearla, cuando ya  el cielo se llenaba  de nubes oscuras que no tardaron en descargarse.


La segunda señal la tuvo Alina  cuando descubrió  Tato (un viejo pollo  que su padre le había comprado en el mercado un par de años atrás) tendido y muerto sobre el mesón de la cocina, desnucado muy seguramente por las manos expertas de su madre, en  uno de esos días de necesidades extremas, cuando caducaban los códigos con los que el amor  protegía a las mascotas de la casa, eximiéndolas de sufrir  el precio de las exigencias culinarias. Tenía catorce años  y  salió al patio con el cadáver  acunado en los brazos y empezó  a gemir, después a llorar con un llanto indeciso e intenso que se refrenaba de pronto y luego volvía con más fuerza, lo que  le permitió percibir los cambios que sufría el  ambiente con sus conatos, como si alguien con un obturador oculto, manejara los fenómenos naturales de la lluvia, el sol, el frío, el calor, la luz  la oscuridad y ese alguien además aguaitara desde muy cerca  sus reacciones para saber hacia dónde girar el control y cuándo. Fue tan evidente aquello, que aunque Alina se asustó y pensó que eso no era nada bueno, su tristeza por lo acontecido fue mayor que su miedo y se desaguo en llanto al fin, y fue con esas lágrimas  que se precipitó la primera tormenta llamada  a conciencia desde su extraordinario corazón. Pasado el aguacero Alina dejó el cadáver donde lo había encontrado, aunque lleno de barro. A la hora del almuerzo  los ojos  de la familia la  miraban dubitativos y curiosos, esperando alguna reacción, pensando que ella no sabía lo de su pollo muerto pero también queriendo saber quién, cómo, y cuándo  había ensuciado con tierra húmeda, los restos del ave para la sopa:

Que rico el sancocho de Tato -—les dijo para despabilar la expectativa—Coman para que  valga la pena, aconsejó. Su mamá que era la más compungida con el sacrificio realizado, le pidió perdón:

—Ay mamá tú no lo hubieras hecho sino hubieras tenido que hacerlo. Hoy se comió en esta casa gracias a Dios, a Tato y a ti—le contestó.

—Y a ti—respondió su madre, benevolente y agradecida con el corazón de oro de su hija.

El tercero de los portentos y el más memorable  sucedió el día  de la celebración, en la casa paterna, de su fiesta de quinceañera a la que se invitó a Raimundo y a todo el mundo(entonces vivían en los  bajos): después de la acostumbrada tanda de baile de la cumplimentada con su vestido rosado de satén (primero con el edecán de honor asignado  y luego con cada uno los hombres presentes) sus dos padres la abrazaron emocionados (para la foto inevitable, luego de la última nota del “Danubio Azul” de Richard Strauss)  porque su hija menor, su niña,  se les había crecido ya, para empezar a ser la “negra  más bella de la familia” por ser  la única(su hermana es una mestiza alta y acuerpada, cuyos rasgos indios vienen de los ascendientes  paternos) y entonces pensó lo que  quería que sucediera: que cuando dieran las doce, la noche tuviera la claridad del amanecer y que el cielo se iluminara hasta el último resquicio con luces rojas. Así sucedió. Fue la primera vez que en Sinabria se vio un sol de los venados  enrojecer el techo del mundo como si fuera un incendio, clareando en la hora más alta de la jornada terrestre. Los familiares y los  lugareños tienen ese 25 de abril de 1981 como el más  extraordinario de los días en los anales de Sinabria. De eso  hace ya nueve años y unos meses.

Ahora que estoy en el bus acompañando a mi madre de vuelta a la ciudad, con el tozudo sol vespertino que  calienta las calles de Sinabria a temperaturas de infierno, ahora cuando empieza a llover con gotas tenues y ralas  y en el cielo   cunde como difuminado un amarillo cálido, preñado esplendorosamente de  miríadas de  trazas doradas   las  cuales  parecen teñir las praderas y las montañas y hasta el horizonte (matizando cada espacio con su majestuoso brillo), bajo una caída de rayos de sol blancos e intensos,  contrastando  extraordinariamente entre ellos, abriéndose  en  un abanico portentoso  y  descomunal que se  procura    paso en medio de un valle de nubes  ( semejando  una llanura hecha de grandiosas motas de algodón flotantes), las cuales se rompen y se   ahuecan atravesadas por  un vivaz  fulgor, proyectado al parecer desde lo alto del firmamento  con reflectores enormes, etéreos y poderosos, como si fueran  cañones disparando haces de   luz: transfigurando mágicamente el panorama,  exaltando hasta lo inconcebible, hasta lo inenarrable, el apogeo y la belleza de la tarde. Ahora es cuando, me pregunto ¿por qué   Alina espero a que me fuera para empezar a llorar? ¿Por qué no se desahogó conmigo como siempre? ¿Por qué no buscó mi hombro y mi pecho, que para eso siempre están listos y disponibles? Yo sé que está llorando con una mezcla de alegría y de tristeza y sé por qué y sé por quién, y sé que cuando se tranquilice esta maravilla cesará. Porque estas son  las cosas que pasan cuando Alina...  llora.





(Jorge Lineya, Santiago de Cali, febrero 25 de 2009).










No hay comentarios:

Publicar un comentario