“Los franceses han
descubierto ya que la negrura de la piel no es razón para abandonar sin remedio
a un ser humano al capricho de quien lo atormenta. Puede que llegue un día en que
el número de piernas, la vellosidad de la piel o la terminación del os sacrum sean
razones igualmente insuficientes para abandonar a un ser
sensible al mismo destino.” (Jeremy Bentham)
Harto
de esos correajes que ahogan y estorban sus aires de
libertad, pero que Jinete (el abusivo
animal al que siempre carga sobre la espalda, luciendo
como un amo sus ínfulas de mandamás), necesita y usa para controlarlo igual que
a un esclavo; Caballo ha decidido hacer de éste, el día de su emancipación: ha
comenzado a correr por la larga explanada, dando coces y brincos hecho un orate,
hasta reventar los arreos, derribar a Jinete y dejarlo
abandonado en el suelo seco y terrizo, enmugrecido hasta el cabello,
vuelto una bosta sin dueño y en medio de una
escandalosa y espesa nube de polvo.
Nada ni nadie ha logrado detener a Caballo. Sus
perseguidores lo han llevado hasta el filo del barranco, desviándolo,
acosándolo, cerrándole el paso: para escapar del cerco en el que lo
tienen, Caballo salta decidido, buscando en un acto suicida el fondo del
abismo.
Al verlo precipitarse al vacío, los hombres miran
con morbosa expectativa la absurda caída de Caballo hacia la muerte,
esperando verlo reventarse como un saco de huesos y de carne, contra las
peñas duras de abajo; pero en el último segundo, antes de chocar contra
el suelo, Caballo da una vuelta y cae parado e indemne;
regodeándose con un aire de gato. Luego mira esas caras de
asombro de quienes desde lo alto lo observan maravillados y
se pierde entre los vericuetos del desfiladero, relinchando, libre
y absolutamente feliz, como lo haría Caballo si fuera un hombre o como lo
haría cualquier hombre, si acaso fuera Caballo.
(Jorge
Lineya, Santiago de Cali 2003.)
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