“Todo ser
desea no el ser que se le parece, sino el que es opuesto a su naturaleza.”
Sócrates.
En
la calle apenas iluminada por la luz de una tímida farola, a esa hora de la
noche y en medio de un frío que arrecia, ella es la única alma
caminando a la orilla de la avenida desolada:
—Soledad
déjame irme, te lo ruego.
Se
detiene, mira al suelo preocupada y dolida:
—¿Cómo
pudiste hacerme esto? Con lo que yo te amaba. ¿Cómo dejaste que esto nos
pasara?—pregunta, manotea, gesticula, y señala rabiosa, con su dedo, la densa
mancha oscura que se coagula en el suelo:
—Mirá,
mirá: vos y yo éramos la una para la otra, pareja perfecta,
pero ya todo se acabó. Vos lo acabaste hoy. Tu imprudencia, tu falta de
compromiso con nuestra relación nos ha dejado sin un mañana para las dos. Loca
irresponsable. ¡Soledad?
Habla mientras repasa por enésima vez la misma ruta corta, cosa que hace
desde hace horas: en la misma acera, con el mismo paso, andando de un lado al
otro, de una manera no sólo repetida sino angustiosa. Necesita irse; pero no lo
hará hasta que alguien venga a recoger su cuerpo del empedernido y helado
andén, donde lo dejó tirado el automóvil que la atropelló y le desgajó la
vida de un golpe; cuando intentaba atravesar
la autopista casi corriendo, apresurada, tratando de llegar
pronto a su casa.
El
ulular de la ambulancia que se aproxima le da la certeza y la tranquilidad que
necesita, para largarse de allí, justo en el momento en que empieza a
caer la garúa. No espera más. No dice más: ahora se mezcla con el aire,
con la sombra, con la nada, Soledad.
(Jorge Lineya, Santiago de
Cali, 2000)
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