“Dos cosas quiere el hombre auténtico:peligro y juego.Por ello quiere él a la mujer,como el más peligroso de los juguetes”.Friedrich Nietzche
A Paula Ruggeri
Llegó vestida de rojo hasta los
pies, luciendo un ceñido traje de cuero (que parecía fundirse en su
piel como un largo tatuaje) y unas atractivas sandalias de
correas y tacones altos, que la hacían ver como la reina de la
noche, resaltando las formas de ese cuerpo voluptuoso y joven: la suma perfecta
de las más provocadoras exuberancias tan auténticas y naturales
como sólo las pueden tener, sin conseguirlas en un quirófano pagado, las
muchachas de los barrios obreros, las mismas que disfrutan gastándose en ropa
el dinero que no tienen, ni se ganan trabajando: debiendo
hacer pingües sacrificios para lograr gozarse como Dios manda y con quien sea,
una noche de discoteca durante el fin de semana.
Tapada la cabeza por la única prenda en
fibra natural de su ropa ( la caperuza de una roja capa de seda, que le cae sobre
las caderas)se mezcla con el gentío que invade la pista de baile, a esa
hora iluminada confusamente por centelleantes luces estroboscópicas
y cercada por coloridas nubes de humo falso, que le crean la atmósfera perfecta
para poder moverse, seductora y sensual, entre la bruma de un
fingido ensueño, exhibiendo la gracia de una inquieta y tentadora
mariposa de alas púrpuras que no quiere pasar desapercibida para
nadie.
El D.J mezcla los sonidos y los ritmos
magistralmente, mientras alguien la mira del otro lado. El tipo se le acerca
después de varios cruces de gestos y miradas
insinuantes entre ambos (inequívocas señales de un reciproco
interés). En la barra del bar la pareja se dedica a intercambiar palabras
y sonrisas, mientras agotan lentamente sus cócteles. Luego
salen ambos a abordar el carro del hombre,
camino a su casa de soltero enclavada (según le comenta) sobre
una de las lomas que rodean la ciudad, en uno de los más exclusivos barrios del
sur de Cali.
—Me llamo Lon Chaney Wolf — le dice
con la mirada fija en la carretera, sin soltar el volante, evidenciando el
acento y el engreimiento de quien vive convencido que su nombre foráneo y
rebuscado, lo hace instantáneamente una estrella de Hoollywood.
—Lo de “che” a secas lo inventé para
evitarme la odiosa comparación de mi apellido, con el nombre una banda de
música salsa neoyorquina que detesto: yo odio la salsa tanto como al soul y al
blues.
—El mío, no es Lon—le responde ella con
parquedad, oteando con apócrifo interés, el mundo que pasa
apresuradamente afuera, por la ventanilla del Peugeot.
Al oírla, Wolf no puede evitar reírse con franca prepotencia:
—Tu nombre es lo que menos me importa
bombón, no conocer más de ti nos facilita las cosas a los dos. Para mí eso es
algo menos en que pensar y de qué preocuparme — dice insistiendo
en mirar sin pudor y con manifiesta lascivia, las desnudas y atesadas
piernas de su pasajera, las cuales hacen que afine
su olfato a un extremo animal, para lograr percibir el tibio olor que le llega
desde el secreto lugar que resguardan esos muslos firmes y apenas
entornados: un aroma que lo excita y le dilata las pupilas haciéndole sentir el
torvo poder del deseo que empieza despertar sus oscuros y primarios instintos:
— ¡Aaaah! ¡Hummm! — que olor delicioso—exclama
aspirando con fuerza y ganas, el aire que lo rodea.
Cuando llegan, sin tener que salir
del automóvil, la pesada reja de hierro forjado de la mansión se abre
automáticamente, sin ruido, con la magia del control remoto que el conductor
oprime desde su silla.
El valle desde la cima y bajo la sombra
nocturna y tenue, parece el olvidado lecho donde cunden las
brasas dejadas por un reciente incendio que aún se
apaga, ilusión que crea el oblongo juego luces artificiales y
estáticas tendidas a lo largo y ancho de la explanada, brotando de
casas y edificios igual de quietos y tranquilos a esa altura del día.
Al entrar a la sala, el ámbito aparece
iluminado por bombillas blancas que cuelgan del techo en
ostentosas lámparas de cristal de baccarat, inundando de una luz matinal
hasta el último rincón del recinto:
—Ponte cómoda y
admira ese paisaje de postal que tengo para ti — casi le ordena a su
invitada, mostrándole el rectángulo de la ventana panorámica que empieza a
subir su persiana empujada por un nuevo mando, cuyo botón oprime el
orgulloso dueño de casa, haciendo que el leve zumbido del sistema
automático sea lo único que quiebre el sólido silencio del lugar.
Al percibir la luna descubriéndose
en tajos argentinos tras el manto sutil, hecho jirones de leve oscuridad,
que la cubren pobremente en el cielo; pero adivinándola aun así redonda,
brillante y repleta como la espera tras de las turbias nubes, Wolf
sonríe burlón y seguro, mientras la desprevenida mujer le da
la espalda (exquisitamente expuesta para conseguir un instante de mórbida
seducción):
—¿Sabes para qué te he traído hasta acá,
hermosa?— le pregunta a la muchacha que se entretiene absorta, atalayando el
paisaje, mientras el cuerpo de su anfitrión sufre rápidamente la
monstruosa mutación que le causa el plenilunio: cubriéndose
de pelo animal, convirtiendo sus mandíbulas en fauces de bestia
y sus manos en un par de garras poderosas, en tanto su
elegante ropa se hace harapos al ser rasgada por la salvaje fuerza del
acelerado cambio que lo embiste, hasta completar su aberrante metamorfosis de
lobo nocturno.
Ella no se digna a mirarlo pero le
contesta, mientras lo oye cesar bajo y casi gruñir:
—Claro— a lo que traen siempre los
malditos perros como vos a doncellas como yo. A qué más va ser, pues a
comerme ¿cierto?
Contesta mirando el amplio vidrio donde
ha estado vigilando impasible y atenta, el casi silencioso rito
del disimulado depredador al tiempo que con sus dedos
bajo la falda, se busca cerca de las bragas la funda amarrada al muslo,
saca el arma que guarda ahí(un Smith and Wesson, calibre 38 corta) y se
voltea tan rápido como puede, apuntándola con una sola mano contra
el licántropo, cuya maligna presencia ha desterrado al galante
caballero que la llevó hasta allí, sólo para dejarla a merced
de este demonio acechante, que la
mira como una presa fácil y quien
ahora siente la súbita descarga cerrada y estrepitosa, de la provisión de balas
que lo esperaba lista dentro del cilindro, resignándose a
mirar cómo le llegan los proyectiles que lo acribillan, sellando su
desgracia definitiva, con los ojos tan plenamente abiertos como nunca espero
tenerlos el maldito día de su muerte. Los estertores de la agonía le alcanzan
para ver como esta inesperada asesina, se le acerca a su tirado
cuerpo exangüe para hablarle:
—Son de plata — le dice ella mirando el
revólver con el que aún lo señala; las balas quiero decir. De plata pura
y pesada. A vos no te gusta la plata, pedazo de mierda, pero a mí sí, y me
hace mucha, pero mucha falta sabés, maldito feminicida hijo de puta.
Le habla apenas inclinándose rebosante de sensualidad y belleza, sin dejar de apuntarle mientras le vacía los bolsillos y le saca la cartera con las tarjetas de crédito y el efectivo( un apretado y grueso haz de billetes verdes), justo cuando el monstruo que la amenazaba hace unos segundos se borra lentamente como una sombra del cuerpo Wolf, dejando abandonado ante su ojos a un inocuo hombre desnudo que la mira sin odio, desangrándose adolorido sobre la alfombra.
—Adiós nene — le dice, ahora que le
apunta a su cabeza desde su erguida e imponente altura, para descargarle sin
una brizna de piedad, el definitivo disparo de gracia.
Después del estruendo, los ojos
de Wolf dejan de mirar.
Cantando una ronda infantil sobre niños
que juegan en el bosque mientras el lobo está, una sonriente caperucita sale
por la puerta sin dejar de contonearse, moviendo cada centímetro de su
despampanante y seductor cuerpo de diosa mestiza, que
tiene entre los cazadores de monstruos urbanos, la bien ganada fama
de ser una de las mejores carnadas para hombres-lobo de la ciudad. Cuando
baja las escaleras hacia el garaje; abre sin mirar su bolso, saca el
celular que suena desesperadamente y lo contesta:
—Uno menos y uno más en la
lista—le dice a quien la oye.
La Calle Quinta en carro ajeno es un
buen lugar para transitar cuando llueve, piensa mientras conduce el
Ferrari que escogió entre la ostentosa colección de autos que almacenaba
Lon el idiota: el primer aparato de su clase que cruza por estas calles,
deslizándose como un relámpago rojo por la pista ennegrecida bajo la
oscuridad de la noche y que ahora es tan absolutamente suyo como la
muerte de su malhadado dueño.
(Jorge Lineya, Santiago de Cali, 2011)
Querido Jorge: gracias por dedicarme un cuento tan fuerte...Paula Ruggeri
ResponderEliminarPues como te gustó te lo dediqué,querida Paula.Vos también sos fuerte.Resistir es también un acto de fuerza amiga mía.
ResponderEliminarNecesitamos un mundo donde las mujeres SEAN RESPETADAS si queremos EVOLUCIONAR DE VERDAD Y DEJAR DE SER LOS SIMIOS MALTRATADORES DE MUJERES Y FEMINICIDAS QUE VERGONZOSAMENTE SOMOS,AÚN EN NUESTROS TIEMPOS.LA COSA ES TAN GRAVE ,QUE NI LA R.A.E TIENE REGISTRADO EL TÉRMINO "FEMINICIDA":CREO QUE ESTA´ESPERANDO A QUE SEA "SUFICIENTEMENTE USADO".
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