“El vicio más desesperado, es el vicio de la ignorancia que cree saberlo todo y se autoriza entonces a matar”. Albert Camus
A Silvia Angiola
El asesino sabe que Dios lo perdonará.
Él sólo hace lo que debe y la misericordia del Creador, según lo
consignan las Escrituras, es infinita: por eso cuando le dispara al
transeúnte con pasmosa tranquilidad, se persigna y da las gracias porque
hoy como siempre, logró matar, sin que nada ni nadie se lo impidiera.
Desde cuando empezó a sentir esa comezón
desesperante en su espalda y a ver esa costra blanquecina y reseca,
saliéndole en la piel de sus omoplatos, se dio cuenta que lo que estaba a punto
de ocurrirle era un milagro: alas. Las alas que con tanta insistencia y fe él
había pedido en sus fervorosas oraciones diarias: un par de plumosas
y enormes alas blancas, iguales a esas que
lucen las imágenes de los arcángeles que ornan las
iglesias, y no la simple psoriasis que le había diagnosticado apresuradamente
su médico de cabecera.
Hoy después del
crimen, su vida chapotea en la normalidad de la rutina, salvo por el inusitado
detalle de sus pies, los cuales de manera intempestiva se elevan unos
centímetros del piso últimamente, cuando va caminando igual
que ahora, haciéndole mover sus piernas en el aire como si empujara
los pedales una bicicleta invisible, desafiando torpemente el equilibrio,
y a punto de caer y darse de bruces contra el suelo: algo que lo emociona
sólo a él, quien es el único que lo nota desde hace meses( pero para
presenciar ese portento ni requiere, ni necesita de más testigos).
Cuando tenga sus extremidades de pájaro
grande lo verán perderse en el cielo después de cada trabajo sin
que logren perseguirlo ni sus culpas, porque en este mundo no hay
quien dude de las decisiones que se toman allá arriba. Nadie al menos que él
conozca.
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