A mi querida amiga,Clara Diana Lavalle
El hombre tirado a lo ancho era un
obstáculo a salvar sobre el anden. Las colegialas que pasaban a esa hora de la
mañana prefirieron saltar el cuerpo a la altura de sus caderas y no
por encima la cabeza donde se hacía más fácil (la desconfianza por ese par de
ojos abiertos que parecían lo suficientemente vivos para ojear sin
pudor bajo sus faldas de escocesa, las hizo titubear), al extremo opuesto se
había formado un espeso y largo charco de sangre que podía enlodarles los
zapatos recién lustrados y limpios.
El hombrecito elegante de gafas, que
llegó después, en cambio, lo sorteó con una cautelosa zancada como si
temiera molestar el sueño de un durmiente y no el de un difunto y se ubicó de
frente, hacia los pies, balanceó la cabeza con maña de un lado a
otro, buscando quizás una perspectiva reveladora: hizo cara de incertidumbre.
Levantó escasamente los anteojos sobre su nariz, achinó los ojos, se
inclinó como un guale hacia el cadáver y negó convencido con un “no” rotundo,
que se le oyó como un dictamen definitivo. Luego se devolvió por donde había
venido hasta la orilla de la calzada, levantó la mano como quien saluda en la
lejanía y vociferó para el otro lado:
-— ¡No, no es!
La muchacha con una recua de párvulos
que lo esperaba ansiosa sobre la acera le dio las gracias sin gritar,
volvió la espalda y se extravió con su cola por la bocacalle mientras el fulano
miraba el reloj de su muñeca y le levantaba la mano a un taxi que se detuvo a su
señal, y se lo llevó rápido.
La señora del camisón que venía de la
tahona con una bolsa de leche y otra de pan para el tempranero desayuno, se
hinco ante el cadáver, puso sus paquetes al lado y empezó a buscar algo
en los bolsillos de la chaqueta, luego sacó junto con la billetera un
juego de llaves, se limpió la sangre de las manos en la ropa del muerto y
se incorporó de nuevo. En seguida buscó la puerta de la casa que estaba a sus
espaldas, metió las llaves en la cerradura y abrió fácilmente:
—Estas funcionan mejor que las mías—dijo
satisfecha, antes de entrar—Me tocó conseguir nuevo inquilino ¡Carajo! (refunfuñó
mientras cerraba la puerta tenuemente).Otro que se fue para el país de los
acostados y me quedó debiendo el último mes de renta, lo que le
dejaron en los bolsillos no cubre ni una semana. No la consideran a una
estos asesinos.
Los basureros del carro municipal de la
recolección, que hacían su ronda de limpieza, levantaron el cadáver con la
desidia que se recoge un bulto y lo echaron en la trasera junto con los
deshechos del día:
—En este barrio ya se hizo costumbre
levantar uno de estos en cada recogida— comentó desprevenido uno de los
hombres, mientras se encaramaba en el estribo trasero del camión.
—Debieran darnos por lo menos bolsas
especiales para estos casos-—dijo él otro.
El rítmico tañido de la campana del
furgón de la basura, empezó a llenar la mañana de un sonido metálico y
apremiante que invitaba a los vecinos a sacar sus desperdicios, mientras
cruzaba lentamente, adentrándose hacia el fondo de la vía.
(Jorge Lineya, Santiago de Cali, 1986)
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