LOS SOBREVIVIENTES
El último paquete de latas de aire se me acabó ayer y no
he ido a la tienda por más, y no es que no las necesite, lo que sucede es que
sólo hasta mañana tendré dinero para comprarlas; y eso sólo por un descuido (se
me olvidó que hoy debía reponer provisiones y sólo hasta mañana me pagan).
Ganas de levantarme no tengo: nada me urge más que descansar. De agua
verdaderamente pura sólo me quedan unas onzas, empaquetadas en tres vasos de
plástico en la nevera, al lado de las latas de cerveza y de un cartón de leche
a medio llenar, así que por líquido para beber no es mucha la preocupación: ser
soltero y vivir solo, tiene sus ventajas. Trataré de no salir de aquí hoy, no
quiero tener que respirar el ambiente insano de afuera, con su eterna nube
oscura flotando sobre las calles, recordándonos que hay más dióxido de carbono
que oxígeno en su composición; uno de los tantos e inevitables costos del
progreso, gracias al cual tengo un empleo del que no puedo quejarme y al que
más bien tengo mucho que agradecerle, porque es el que me da para vivir
cómodamente; sin aprietos (otra cosa es que yo sea despilfarrador). Así que
unas por otras: por ejemplo, el ambiente controlado de este departamento con sus
tuberías de aire artificial y frío, son una ventaja en estos días, un lujo del
cual no todo el mundo disfruta tanto como debiera. Soy un privilegiado por
vivir aquí y podérmelo costear.
En los suburbios la gente que en otras ciudades viviría hacinada, en Lespera no lo hace y además tiene comodidades, aunque subsiste
sin poder acceder a aire y agua puros de manera permanente, porque no tiene como pagarse ese privilegio:
Por disposición del gobierno sólo se
garantizan provisiones básicas de ambos
elementos para cada uno de los hogares, mediante la distribución de cargas limitadas que alcanzan a cubrir las necesidades de un
máximo de tres habitantes por vivienda, quienes
deben racionar muy bien su gasto; pues el abastecimiento se hace
mensualmente de manera estricta, restringiendo el posible desperdicio o el mal
uso de la provisión. El agua potable se reparte como siempre, por medio de
tuberías de alimentación, hasta un
tope; pero el aire lo entregan en pipas metálicas que deben ser conectadas a
los canales de ventilación interna, que toda construcción tiene (sólo el servicio
de energía eléctrica y el de gas, se prestan y cobran por consumo). Siendo la
mayoría de viviendas ocupadas por más de tres personas, no hay asignación
alguna que alcance los treinta días exactos, ni porque se recurra a una economía
franciscana o a una disciplina de yogui. En las tiendas de barrio y en los
populosos emporios, se consiguen agua y aire puros en paquetes de uso
individual o familiar, para quienes en cualquier momento necesiten suplir su
necesidad, por agotamiento de la ración establecida o por simple previsión.
Ahora esos dos son los bienes que más mueven el mercado y la economía de
cualquier país del mundo, debido a su excesiva demanda. Las amas de casa
atestan sus carritos de compras con esos productos naturales, los cuales se
consideran hoy de primera necesidad, en lo que los economistas llaman
técnicamente “la canasta familiar de los hogares”. El aire enlatado, por
ejemplo, es el de más consumo; se usa como dosis personal para refrescar u
oxigenar el sistema respiratorio, cuando se sale a la calle a caminar por mucho
tiempo: las latas traen un dispositivo que permite al usuario tener disponibles
pequeñas descargas de aire, con sólo oprimir la válvula y ponérselo sobre la nariz,
unas cuantas veces al día. Las enfermedades respiratorias son muy frecuentes en
las personas, más en los niños y en los ancianos, gracias a la elevada polución
de la que no se escapa ni el agua del acueducto, que no es muy bebible, y cuyo
consumo causa variadas afecciones a la salud humana (la mayoría de fuentes de
agua las usan las industrias para sus actividades, y con las pocas que restan
se surte a la población; por eso el líquido se raciona). A pesar de tan
espartanas condiciones de vida, la gente no se queja ni protesta; porque la
mayoría de habitantes son empleados o trabajadores rasos de alguna de las
empresas locales (fábricas, petroleras, consorcios mineros, o comercios), y
saben bien que es gracias a ellas que la ciudad crece y su economía se
solidifica, beneficiándolos con sus puestos de trabajo y con el dinero de un salario
que nunca les falta en los bolsillos, para satisfacer sus necesidades y las de
sus familias. En suma, no se vivirá en el paraíso, pero tampoco en el infierno
y eso es mejor que nada: “El progreso siempre es el camino. Bienvenidos al futuro”,
es el lema publicitario con el que se promociona la creciente actividad
industrial de Lespera, bajo el eslogan gubernamental de “En Lespera la
prosperidad los espera”. Por eso Lespera es conocida como la Cuna de la Prosperidad
y su alcalde como un preboste perpetuo, que siempre es reelegido para continuar
en su puesto, gracias a su excelente gestión; propendiendo por el constante
desarrollo urbano, lo cual le aplauden con altavoces la prensa local; los
empresarios y el gobierno nacional. “Dios nos dio el compromiso” se lee ahora
bajo el escudo enseña de la ciudad, donde antes decía “Dios no dio el paraíso”.
Por lo menos no soy un obrero, no tengo que trabajar como esclavo para vivir como esclavo y pasármela aglomerado en un hormiguero. Yo trabajo como mula para vivir como rey y mi palacio tiene una renta barata, gracias a que la empresa que me contrata es dueña del edificio y lo destina para alojar a sus empleados, por un bajo precio. Vivo en una colmena de abejitas trabajadoras en donde tengo pocos amigos y menos conocidos, ya que es gente con la que nunca me veo, porque los turnos de labor se nos cruzan como una barrera. Cuando llego a dormir, muchos de mis vecinos han salido a trabajar su turno y viceversa. Y cuando tengo día franco, como hoy, la mayoría de ellos no están y los pocos que coincidimos tenemos demasiado cansancio acumulado, para hacer otra cosa que no sea descansar y recargar baterías, esperando reiniciar labores al día siguiente con nuevos bríos. En las vacaciones todos nos largamos de aquí. La mayoría somos supervisores de personal (como en mi caso), y el resto capataces o jefes de planta, gente con mando. Ser sociable es difícil. En la calle o en el trabajo no se puede reconocer a alguien y mucho menos conocer: lo primero, porque la alta contaminación ambiental nos obliga llevar la mitad rostro cubierto, la mayor parte del día, y lo segundo, porque no hay tiempo ni espacio para amistarse cuando se trabaja tanto, y yo trabajo bastante y me pagan igual, gracias a Dios.
Entre los edificios altos que se erizan sobre las calles del centro, hay unos dispuestos para que viva la gente y otros para el ejercicio del comercio, que es frenético y variado en Lespera y hasta altas horas de la noche: las ventanas en sus fachadas, algunas de ellas hexagonales, los hacen parecer gigantescos nidos de abejas avistados desde lejos, por eso les dicen “las colmenas”( oficialmente, se les conocen sólo como Torres y así se les enumeran, usando números romanos): hay cien torres diseminadas en toda la ciudad, ornadas con colores metálicos que las hacen ver esplendorosas. En las colmenas (la mayoría de ellas de sesenta pisos) viven exclusivamente los empleados de las empresas. Los obreros y sus familias habitan los hormigueros, el nombre popular de las enormes construcciones con forma de domo, un poco menos altas que las Torres, pintadas de tonos ocres y regadas por los barrios de la periferia con su numeración cardinal, hasta un total de doscientas: Los Domos, que es su nombre oficial, dan la impresión de ser un rimero de gente, cuando se ve en el horizonte a las personas ocupando sus pequeños balcones cúbicos, o asomándose por sus estrechas ventanas redondas. No obstante, adentro tienen un espacio sobrio, matemáticamente dividido para ser ocupado sin caer en el hacinamiento: sus habitantes gozan del ámbito exacto que necesitan para vivir sin apretujarse, aunque también sin explayarse. Los ecos del auge de la ciudad han llegado tan lejos y aún resuenan de tal manera, que miríadas de inmigrantes siguen arribando desde los primeros días del hallazgo hasta hoy, y desde los lugares más lejanos e ignotos del país. A pesar de que no hay espacio donde ubicarlos, sigue habiendo necesidad de su trabajo en las compañías, que debido a ello no cesan de contratar personal. Así que construir colmenas u hormigueros sigue siendo la solución, para atender el raudal de gente que arrima a buscarse el sustento y la prometida prosperidad. En Lespera sólo los nativos viven en casas y sólo ellos tienen edificios bajos, pálidos remanentes de la ciudad del primer decenio (llamada ahora con eufemismo “La Vieja Ciudad”), algunos de los cuales también se usan para lo mismo que las Torres o los Domos, de manera que en el panorama se entremezclan, contrastando, las edificaciones de la vieja y la nueva Lespera, la cual parece actualmente una mala copia de Hong Kong.
Cuando la ciudad era un pueblo, veinte años atrás, tenía un horizonte plagado de un verde que tapizaba las montañas hasta sus cumbres y se extendía sobre el valle que las soportaba, regalándole a la vista un paisaje límpido enmarcado por un cielo siempre azul y blanco; claro desde la mañana hasta el atardecer. Bosques de árboles frondosos y robustos se podían encontrar, cuando uno salía a caminar por las riberas de los ríos, y se alcanzaba oír la melodía diáfana de los pájaros en su concierto espontáneo y ver, a los gavilanes que los cazaban, romper con su vuelo lineal el tranquilo y transparente espacio, en las horas matutinas y vespertinas del día. Si uno se adentraba, empezaba a toparse con las chacras de los campesinos mostrando sus cultivos y sus corrales de aves y animales. En las noches, la algarabía de los insectos chirriando y de las ranas croando con insistencia, eran una serenata distinta. A cualquier hora se disponía de un aire limpio para atiborrar los pulmones y daba gusto aspirarlo, cargado de esa mixtura de aromas naturales viniendo de la tierra, con el olor fresco de los manantiales y de la abigarrada vegetación. El agua, que anegaba los lechos de los arroyos, era tan cristalina que se podían ver en su fondo las piedras y las frutas caídas de los árboles, hundidas y pudriéndose; y la tierra, ablandada por la humedad, se diluía en espirales al paso de quienes los vadeábamos. En la zona urbana se solía pasear con tranquilidad por las calles y las personas podíamos distinguir (sin óbices), a quienes pasaban a nuestro alrededor y cuando era necesario saludábamos. Todo pudo haber seguido igual, pero llegó la hora en que las cosas cambiaron definitivamente en La Espera: la hora del descubrimiento o mejor de los descubrimientos. Ese fue el momento en que empezó la transformación radical del pueblo. (No quiero levantarme a contestar el teléfono de la sala, que resuena; pero si es mi madre, se preocupará si no le contesto. Tengo mi celular apagado).
La sensacional noticia apareció tiempo atrás en los
diarios nacionales, con el sonriente rostro del alcalde coronando el titular
que la difundía: “Fabuloso descubrimiento de yacimientos petrolero y minero, en
La Espera”. En tres puntos olvidados de la geografía de la región, se habían
encontrado yacimientos de petróleo, oro y coltan. De ser una mancha ignorada en
el mapa de la nación, por la que el progreso y las comitivas presidenciales en
sus viajes, seguían de largo, La Espera pasó a convertirse en el destino obligado de quienes antes ni
siquiera sabían que un sitio con ese nombre existía en el país( la única presencia
ilustre de la cual se tenía memoria
allí, era la del presidente de los Estados Unidos, quien se había detenido a orinar de urgencia en la casa municipal,
hecho que quedó registrado como una
visita espontánea). El Valle de las iguanas, el Desierto de la Tristeza y el
Monte de los Olvidos, lograron lo que ni sus propios habitantes habían podido conseguir
en trescientos años de existencia para ellos: ser vistos y por fin tratados,
como algo más que ciudadanos de un moridero. Entonces empezó a llegar tanta
gente de afuera, que el pueblo tuvo que crecer para acoger a millares de
forasteros, hasta convertirse en una ciudad de las grandes y de las
importantes. Un entramado de largas vías de asfalto y hormigón (túneles,
puentes, viaductos, calles, y calzadas), reemplazó a las polvorientas trochas y
caminos anónimos de La Espera. Cada una de esas obras fue señalada con un
nombre ampuloso, que parecía querer decirlo todo, para que nadie tuviera que
preguntarse nada: Autopista del Progreso, Carretera Siglo XXI, Puente de la
Prosperidad. Sin embargo nada logró ser más impresionante para los habitantes
de La Espera en esos días, como los fabulosos milagros de poder tomar
agua saliendo de un grifo en sus propias casas, e iluminarse por fin en las horas de oscuridad, con el cálido brillo de bombillas eléctricas;
en un lugar donde la única posibilidad de recabar agua la daban, desde los tiempos de los
virreyes, los pozos naturales que se encontraban o los aguateros que la vendían
precio de oro ( trayéndola en bidones a
lomo de bestia, desde los surtidores de agua potable de alguna ciudad cercana);
y la única luz mágica la prodigaban las luciérnagas en las noches sin luna. El presidente
de la República en la primera y única visita que hizo para confirmar
personalmente la buena noticia, acompañado por el gobernador y el alcalde,
soltó un discurso histórico en la plaza pública, advirtiendo que los tiempos de
iluminarse con lámparas de petróleo o con bujías de cera, y de cocinar con
fogones de leña; y de transportarse encaramados en solípedos por hoscos caminos
de herradura o en camiones o jeeps de mala muerte; habían acabado. Que el
pueblo iba saber que el paraíso era algo más que una
palabra en su escudo, porque el gobierno nacional saldaría la deuda social que se tenía con La
Espera, y hasta el perro y el gato eran
convocados para recibir todo lo que se les adeudaba desde hacía
siglos: educación, empleo, bienestar, servicios públicos; pulularían
a partir de esa gloriosa fecha porque el desarrollo al fin había llegado
para quedarse: “¡Bienvenidos al futuro
en esta comarca, que desde hoy se llamara Lespera!”, fue la frase con la que
cerró su tórrida alocución.
Sentado sobre una peña distante, mira pasar las aguas
turbias del río arrastrando un olor pútrido y pesado, con nubes de zancudos
agitándose sobre ellas. El ruido de las máquinas excavadoras invade el ambiente
con su monotonía y el humo de la combustión de los motores se mezcla, cuando busca
las nubes, con el que producen las chimeneas de las factorías vecinas. El
terreno ahora es un inmenso peladero, desprovisto de la generosa alfombra verde
que lo cubría; plagado de huecos del tamaño de cráteres que evidencian el
trabajo de las máquinas y de los obreros removiendo la tierra del suelo,
mientras en la lejanía la montaña se ve agujereada, semejando un gran madero pero
carcomido por socavones, en cuyas entrañas se buscan otras vetas. En ambos
campos lo que se hace es minería: de coltán en un lado y de oro en el otro. Un
paisaje lunar se ha apoderado de cada tramo tras largos años de explotación
industrial. Una rana que salta de alguna parte, croando, y un canario que
empieza trinar desde la rama de un guadual cercano, lo distraen un momento.
Quiere pensar que esos dos ya se enteraron del fin de la hecatombe y están
volviendo (después de sobrevivir), a ocupar sus hogares, que al parecer les
serán devueltos. A Lespera la temida escasez de minerales ha llegado, mientras
en otros partes en cambio se han hecho nuevos y prometedores hallazgos, que
empiezan a jalar gente hacia ellas. Multitudinarias caravanas de emigrantes han
empezado a abandonar Lespera. Cuando camina de regreso a la autopista, un
ruidoso claxon llama su atención. Al mirar hacia la fuente de la alharaca, ve al conductor de una camioneta asomarse
por la ventanilla:
—¡Oye! ¿Eres de los que se van
o de los que se quedan? — le pregunta el fulano a gritos.
— De los que se quedan—contesta él.
— ¿Y éso? ¿A qué? Esto se acabó aquí compadre.
—A hacer lo que hace rato no hago: vivir.
Jorge Lineya.
Santiago de Cali, junio 08 de 2013.
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