"Haz que
entretanto el bélico tumulto y las fatigas de espantosa guerra se suspendan por Tierras y por mares; porque puedes tú sola a los humanos hacer que gusten de la
paz tranquila (Lucrecio/Invocación a Venus)."
En un tiempo ya perdido en la oscuridad de la historia, los hombres,
unos a otros, se temían como a lobos: en cada rostro ajeno sólo veían al
enemigo o a la presa. Andaban por la tierra con sigilo, cuidándose no sólo de
las bestias depredadoras, sino de sus semejantes, quienes tendían trampas para
ellos como podían hacerlo para otras criaturas, que después de la captura o de
la muerte, les servían de esclavos o de
alimento.
Esas tribus antiguas gobernadas por el miedo y la desconfianza,
decidieron establecer fronteras de agua,
prohibiendo a los asentados a una orilla de los ríos, tratar con los de la
ribera opuesta, so pena, para los infractores, de la muerte o la expulsión del grupo para siempre: la vida sólo se
perdonaba a los niños, a los ancianos y a las mujeres preñadas, cuando rompían
las austeras reglas de las tribus. Tanto se llegaron a temer entre ellos que terminaron por
odiarse, hasta inventar la guerra y hacer del homicidio la única forma de
acercamiento con los extraños: ni el fuego que escupían las montañas cuando
bramaban, ni las tenebrosas fauces que
abría la tierra cuando rugía como un monstruo abismal, llegaron
jamás a matar tantos hombres como los
hombres mismos, durante esa turbia y violenta era de la humanidad.
Así fue durante mucho tiempo y muchas batallas, hasta que un día
inmemorable en medio de la refriega del combate, unos inesperados quejidos
de exultante gozo, llamaron la atención
de los guerreros, quienes buscando entre la maleza, hallaron lo inimaginable:
una mujer de uno de los bandos en contienda yacía caída de espaldas, bajo el vientre de un
adversario, sin ofrecer ninguna
resistencia y entregada con ardorosa felicidad al acto de la cópula. Los
gemidos siguientes les descubrieron a dos hombres que en lugar de agredirse
como los adversarios que eran, se disfrutaban el uno al otro, jubilosos, lejos
del estruendo de la confrontación. Un
par de jóvenes mujeres rivales, gozando
como amantes, de sus cuerpos desnudos, fue el último hallazgo desalentador.
Al ver aquello las armas de piedra y
hueso, ensangrentadas, que se blandían triunfales o amenazantes, prometiendo más furia o más
muerte, perdieron todo sentido, y empezaron a caer de las manos de los
guerreros para no ser levantadas más en el nombre del temor o del odio. Un
sonoro, promiscuo y desordenado y feliz acto de amor colectivo, entre antiguos
enemigos y nuevos amigos, selló la paz ese día.
Lo que vino después llegó a
llamarse civilización.
Jorge Lineya, octubre 25 de 2010
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