— ¡Estatua!— le gritó la niña con quien
jugaba, señalándolo imperativa, con la punta de su dedo mandón y todopoderoso:
la muy mañosa lo pilló acurrucado detrás de la palangana de cemento de la
fuente del parque, donde él intentaba escondérsele. Siguiendo las reglas
del juego el muchacho se quedó quieto, tieso como una figura inerte, y sin
poder mover ni siquiera un párpado.
Los días han pasado, y él todavía
sigue esperando a que ella aparezca para dejar de ser esa escultura de
piedra en la que se convirtió, y con la que otros niños (y algunos
pájaros), se entretienen ahora en la plaza: “¡Descongelado!”, es todo lo que
tiene venir a decir a esa ladina, para volver a ser el mismo de antes.
Si logra salir de ésta, nunca más volverá
a jugar a la Estatua con gente que no conozca: eso es lo que piensa ahora,
cuando siente que ha empezado a llover de nuevo a cántaros.
(Jorge Lineya, Santiago de
Cali marzo 2005)
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