Deslumbrado
por su propia obra, Víctor mira la mesa de su primitivo quirófano como si
estuviera viendo abrirse para él, una de las puertas del paraíso.
En los ojos del engendro su creador se ve a sí mismo todopoderoso, tocando el
techo de un Olimpo donde sabe que lo espera una nueva clase de gloria.
—-Padre...
duele — le dice el ente con una voz gutural que se quiebra fácilmente en una
sucesión de murmullos ininteligibles, apenas sale de la garganta.
“Padre”
es la primera palabra que ha desenredado de su memoria la revivida
criatura para designarlo, ahora Víctor sonríe y extiende comprensivo su mano
hacia el otro, quien imitándolo levanta y acerca (lenta, insegura,
temblorosa)la suya, con la que escasamente alcanza a palpar la punta de los
dedos de su artífice, en la escena de un nuevo Génesis que nunca hubiera podido
haberse imaginado(por abominable) ni el gran Miguel Ángel para la
Sixtina, y el cual sólo tiene por paupérrimos testigos, a las inertes
paredes del laboratorio de este incipiente y desmandado aprendiz de dios.
—Sí,
sí: la vida es un largo dolor del que sólo nos libera la muerte. Aprende eso
pronto— le contesta él, mirándolo sin compasión pero con un
sereno, frío y expectante interés de alquimista.
Este
momento lo ha estado aguardando Víctor desde el mismo día en que fue
forjado por una mano más poderosa y sabia. Ha estado ensayando experimento tras
experimento, con paciencia, con denodada insistencia, siglo tras siglo de
esa vida eterna que le fue impuesta como castigo, cuando se atrevió a
quebrantar un mandato que apuntalaba los cimientos de un orden
inicuo y discriminador, el cual además de excluirlo, le imponía a
él y a su gente, la ignominia de un destino de cobayos. Todavía hoy recuerda
como si hubiese sido ayer, el momento de su captura, su
proscripción y su ostracismo: entonces se llamaba Adán( sin
apellidos, ni pasado, ni percepción alguna del futuro), sin más titulo que el
de “primer hombre”: el último de una serie de novecientas noventa y nueve pruebas
precedentes que se abortaron, y el prototipo del siguiente millón de ejemplares
perfectos, viviendo en un interminable presente bajo el cielo de aquel
promisorio lugar entre las aguas del Pisón, el Gihón, el Tigris y el
Éufrates, que le servía también de laboratorio a otro dios(el verdadero) y
donde él fungía de ignorado discípulo, a espaldas del omnisciente, omnipotente,
omnímodo y mezquino maestro, quien se negaba a revelarle los arcanos
de la vida y de la muerte ( secretos que aunque empezó por birlar, luego
fue descubriendo, o verificando por sí mismo, error tras error, acierto tras
acierto a lo largo y ancho del proceloso océano del tiempo).
Comenzó
ensayando con desechos de carnicería, luego con criaturas
domésticas vivas (perros, gatos, aves) y lagartijas, y terminó experimentando
con cadáveres de macacos, hasta que optó por restos humanos a los que aplicaba
siempre descargas medidas y precisas, de energía galvánica, las cuales le
recababan a cosas muertas la inefable maravilla del movimiento, donde se
veía palpitar (como un artificioso milagro), el impulso de la vida. El
resultado yace ante sus ojos con el talante de un merecido premio.
—Padre...
duele— vuelve a quejarse el ente mirándolo con un silencioso ruego en sus
pupilas secas, reclamándole (como una limosna), una brizna de compasión
para él, que no es más que un recién llegado, un perro dado
a la luz dentro de un orbe que ni siquiera entiende en sus primeros
visos.
—
Sí lo sé. Yo también he estado ahí: soy la suma de otras partes— contemporiza
Víctor (al tiempo que toma la mano a su rústico paciente y lo consuela sin
fervor). Soy carne, huesos y sangre de mujer aunque el Libro (el apócrifo
Libro), diga lo contrario por boca y mano de sus mentirosos exegetas y no
menos cándidos amanuenses. Hijo mío, hermano mío, padre mío, obra mía: eres lo
que he sido. Serás lo que soy: pobre de ti, pobre de mí por eso.
Ahora
Víctor elucubra, recuerda sus años de confinamiento en El Jardín: mero
eufemismo para llamar a ese corral de personas y de bestias,
limitado(como no ha vuelto a ver ningún otro) por un cerco
invisible e inexpugnable, hecho cabalmente de aire, aunque dotado de una
dureza y unas dimensiones de muralla que casi nadie podía entender, pero
que él había aprendido burlar bien, a pesar de los centinelas alados (con esa
apostura híbrida de personas y pájaros grandes y livianos), que siempre
vigilaban volando o caminando, los alrededores (así como cada pie
de tierra y cada movimiento dentro del seto) mostrando una acuciosidad
que no dejaba cruzar impunemente, ni una mosca, hacia el otro lado:
artificios que sólo él se permitía desafiar, zanjando el suelo con útiles
lascas que fabricaba y acometiendo de vez en cuando fugas cortas y
calculadas, con la complicidad de Eva (el arquetipo femenino y generador, del
que se sacaban, como cepas de parra, los tejidos o las partes para
construir los tipos de hombre).
Con
esas andanzas de ladrón llegaba la zona prohibida, dedicándose a espiar
(desde lo alto de los muros de piedra que la rodeaban), cuanto ocurría en la
aparentemente inaccesible fortaleza de hierro (que a veces veía flotar en
el cielo como si no pesara, con el tamaño de una máquina descomunal, y la forma
circular del Coliseo Romano según hoy le parece), y a la cual les estaba
vedado arrimarse y donde se hallaban precisamente, el día que los sorprendió y
los retuvo como reos, la guardia armada. Cuando detiene sus recuerdos,
pronostica en silencio. Lo ulterior es el perfeccionamiento del espécimen
conseguido, así como su desarrollo y evolución natural. Para ello maquina una
hembra igual o mejor que su armatoste: calcula, extrapola, sueña con la
portentosa creación que será, una vez se evalúen los resultados y se corrijan
los eventuales e inevitables errores.
—Bien,
Juda León, rabino de Praga, cabalista de Dios, mira. Mírame, aquí estoy yo.
¿Dónde estás tú? : he superado con creces a tu Golem sin usar más poder que el
de la humana y limitada ciencia (se jacta en voz alta, sonriendo con
visajes de inocultable orgullo), el sombrío Barón, Víctor von Frankenstein;
mientras su creación duerme tendida en la mesa, a la espera de un nuevo sol, y
él ve salir, impasible, una nueva luna, del otro lado del tragaluz de su
sótano.
—Estén,
donde estén ustedes, más allá de este firmamento, jugando su promiscuo y
azaroso juego de cruzar especies en mezclas binarias, y vigilando ésta, su
“granja”, como lo prometieron— habla mirando las oscuras nubes sin ninguna
devoción—, de una sola cosa quiero enterarlos: Yo... sigo aquí, y aquí pienso estar,
hasta la última de las eras.
Afuera
en el mundo, corre aún halado por caballos y guiado por descreídos, el
revolucionario e iluminado siglo dieciocho.
(Jorge
Lineya, Santiago de Cali, mayo 02 de 2005).