Sopesó el arma con la mano en un
gesto breve y ritual (asegurándose de que nadie lo viera) antes de
metérsela entre la pretina del pantalón, por el lado derecho del vientre donde
siempre le gustaba tenerla: a la mano, accesible, fácil de desenfundar.
Luego se arrellanó en el asiento del conductor y repasó en silencio, dentro de
su cabeza, una y otra vez las imágenes del crimen, tantas veces
previsto (igual que muchas otros), como pasando una tira fotogramas
por la pantalla de una vieja moviola.
Su víctima esta vez le resultaba fácil
de abordar, la única desventaja estaba en que no le era
indiferente como los demás a los que había
despachado: lo odiaba con un odio tan puro y simple a éste, que
matarlo sería casi una liberación, un triunfo de su conciencia y de su espíritu
de vengador. Además lo conocía tan bien como al rostro tajado en el vidrio
del retrovisor de su auto y por eso también sabía que para el
hombre no había perdón posible en este mundo, aunque de
haberlo él tampoco se lo daría.
Por primera vez no abrigaba
ninguna ansiedad ni ningún miedo acosándolo bajo la chaqueta de cuero que
usaba para disimular la Magnum, y hasta creía que ese día más que
cualquiera de los pasados la suya iba ser la mano de Dios ajustando
las cuentas. Esta vez tampoco habría tortura alguna
para su víctima, sabía de antemano (le constaba) que esa vida ya había tenido
suficientes suplicios. La muerte le iba a procurar un descanso permanente
y definitivo y eso era lo que más le importaba: las repetidas
pesadillas con los deudos, los muertos y su
barullo voces reclamando el merecido castigo para su asesino,
eran cosas que no tenía que imaginarse y que además lo desvelaban con su
carga horror, noche tras noche, día tras día; sin darle tregua ni paz.
Después de ese día semejante
monstruo le iba a hacer falta a muchos porque (eso pensaba) todos bajo el
cielo tenemos quien nos extrañe, pero ya encontrarían su General y el
gobierno otro lacayo igual de eficiente para ejecutar la sucia
labor de limpiar el país de la basura opositora. La paradoja que entrañaba la
chapucera urdimbre que hilaban esos pensamientos, lo
hizo sonreír con cierta sorna:
— ¡Dios. Patria. Honor. Libertad.Y
orden, mi General ¡— dijo sin emoción y en voz alta a sabiendas que nadie más
lo escuchaba, salvo él mismo. Luego se persignó con un aire de resignación y
abrió la portezuela del sedán.
Al bajarse del vehículo sintió de lleno
el sol de la tarde dándole pleno en la cara, apenas defendida por un par de
anteojos oscuros y caminó tranquilo a hacer por última vez su trabajo.
Entró al hotel mostrando la soltura y la confianza propias de un huésped,
aunque sin saludar a nadie (buscando que no lo repararán), tal y
como lo había planeado, tratando de pasar desapercibido.
Frente a la puerta señalada sacó un
juego de llaves y abrió con parsimonia. Ya dentro del cuarto, con una mirada
álgida desprovista de toda compasión, se enfrentó a su víctima, la miró a los
ojos y casi se sorprendió de encontrar en ellos el mismo hielo que
sentía enfriándole los suyos. Sin darse más tiempo sacó el revólver, se lo puso
a la altura de la sien y se lo disparó. El mundo se hizo nada ante sus ojos,
después del estruendo de la explosión.
La policía encontró el cadáver del
suicida tendido al pie de su cama, frente al espejo enmarcado en la puerta del
armario.
(Jorge Lineya, Santiago de Cali, 1991)
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