Conmovido por la devoción de los
feligreses, y ansioso de dar la buena noticia de su regreso a los
fervorosos caminantes de la procesión de Semana Santa (después de más de
dos mil años de espera), el exangüe y torturado cuerpo de Cristo en la cruz
cobra vida en la inerte escultura de yeso que lo representa.
De una manera insólita se desclava, se separa de los maderos y empieza a
flotar y a elevarse hacia el cielo como un enteco ángel sin alas, a
quien parecen jalar y sostener manos invisibles.
Antes de que pueda suceder algo más
ante los ojos atónitos de los devotos, dos de los policías encargados de
mantener el orden durante la ceremonia, atrapan por los tobillos al fugitivo
con pretensiones de milagrero, lo tiran hacía abajo colgándosele de los
pies como lastres, hasta lograr derribarlo: tratándolo no como alguien o algo
sagrado, sino como a un redomado taumaturgo de feria ambulante, sorprendido cometiendo una profanación; al cual logran someter luego en el
suelo con sus rebenques ,mientras los asistentes entre contrariados y
sorprendidos, acallan los rezos y detienen los pasos para leer, en medio de murmullos azarosos, el programa donde el
inusitado evento no aparece incluido.
Cuando lo tienen desmayado, los
uniformados aseguran de nuevo al hombre en su lugar: claveteándolo rápidamente,
para que el desfile pueda seguir su camino y cumplir su itinerario sin más
contratiempos.
—Gracias, hijos— les dice el obispo que
preside la marcha y que ha visto a los gendarmes forcejear con el
inesperado saboteador.
—¡De nada Reverencia.Ese es nuestro
deber !— le contestan ellos al unísono, con enérgica firmeza .
Contenido el
desorden, el solemne vía crucis sigue su marcha.
(Jorge Lineya,
Santiago de Cali 2005)
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