Antes de salir a trabajar todas las
mañanas, Ella se sienta a maquillarse frente a su tocador: se coloca la más
bonita de las sonrisas desechables que encuentra en su neceser y la repasa con
el pintalabios, para que luzca más natural y auténtica de lo que se ve en el
empaque de polietileno que la contiene (”Completamente flexible y
adaptable a las necesidades del mundo social. Transmite simpatía,
encanto, frescura a quien la ve brillar en sus labios. Garantizada”, se lee en
la etiqueta que arranca para abrir el paquete). Lo mismo hace con la
mirada que le provee también el “Más completo e impactante kit de miradas para
realzar el look de la mujer moderna” según la recomendación de la revista
“Fashion¨ en su última publicación.
Cuando las ve bien puestas
sobre su rostro, luciendo tal y como las necesita, sale a cumplir vanidosa y
feliz, con el primero de los deberes del día: el de ser una de las mujeres más
bellas que orna la calle por la que pasa, en la jornada que empieza
con el cumplido sol de las primeras horas.
De regreso a su
apartamento en la noche después de concluir sus labores, antes de hacer
cualquier otra cosa, Ella se barre con una mano firme y urgida el tenue
relieve que resalta en su rostro, arrancándose con urgencia los
accesorios postizos (que a esta hora ya han perdido su encanto de acuerdo a las
instrucciones del fabricante), y los arroja displicente en la
papelera de su cuarto, con un largo y profundo suspiro de alivio. Al acostarse
se palpa a tientas el ovalo (donde se asoman ahora la verdad de unos ojos
cansados y tristes, y unos labios resecos y desgastados), hasta encontrar lo
único auténtico que siempre porta su cara: el pequeño montículo de su
nariz. Cuando lo encuentra aspira con gusto ese aire de tranquilidad que Ella
necesita para poder empezar a dormir, sin pensar en nada, ni en nadie
que no sea ella.
(Jorge Lineya Santiago de Cali, 2000)
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