Desnuda como había llegado y se
había ido del mundo y de su propia vida. Sin nada más encima que: su
corta mata de cabello luciendo un dorado postizo y bien peinado; su
perfecta sonrisa de porcelana para las cámaras (asomándosele con genuina
timidez en los labios, resaltados provocadoramente, por un brillante color de
cereza artificial); su mirada de niña abandonada y algo miope; su
perfecta nariz de maniquí, y su llamativo lunar de chocolate aún
luciendo como un puntito marcado con lápiz, en el pómulo
izquierdo (relativamente cerca de la comisura); con su inmaculada piel de
alabastro californiano recorriendo cada línea de ese cuerpo de
ninfa (venida como muchas de un suburbio de Los Ángeles).Y tratando de
ocultar, mientras habla, su pubis y sus senos(con sus brazos
cruzados en aspa y sus manos abiertas y juntas), ella le ruega al
intransigente portero una vez más, que aunque sea una suicida la deje seguir:
—Mi alma a diferencia de mi cuerpo nunca
se la entregué realmente a nadie—aclara.
El viejo encargado del lugar,
plantado con la firmeza un centinela y la rigidez de un estipe, a un
costado de la entrada, le canta de nuevo un rotundo pero amabilísimo
“no”, que le cae como un lapo de agua helada:
—Tú, criatura de Dios (le dice
entre comprensivo y sentenciador, sin siquiera mirarla, el curtido
vigilante del resguardo fronterizo), además de Norma Jean Baker fuiste Marilyn
Monroe allá abajo: para ambas acá no tenemos nada más que un turno de ida
al Infierno, conforme al minucioso y completo informe que reposa en archivos.
Esa es la ley, que aunque dura, igual se cumple por estos lares celestiales de
Dios, muchacha loca y pecadora: “Dura lex sed lex".
Al escuchar a Pedro refrendar con ese
vozarrón de juez, su inquebrantable decisión de tribunal único e
inapelable, Marilyn empieza a llorar con el tósigo de quien se siente condenada
a lo inadmisible y olvidándose del pudor y de sus miramientos, se abalanza
desesperada a los pies del Santo, hincándose, apretando su rostro contra ellos
en actitud de sumisa reverencia( dejando deslizar unas cuantas
lágrimas sobre sus rústicas sandalias de pescador de almas), pidiéndole,
suplicándole, con frases entrecortadas:
—Señor no me diga eso que yo ya estuve
allí una larga temporada (tiempo que me pareció una eternidad). Sí me escapé
de allá nada más ayer, prometiéndome a mí misma no volver
nunca ni en fotos. Muestre usted la piedad que nadie me tuvo, por Dios. No
me haga regresar a Hoollywood.
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