“Dios mueve al jugador, y
éste, la pieza.
¿Que dios detrás de Dios la
trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y
agonías?”
Jorge Luis Borges
Apareció como caído del cielo,
relinchando en pleno centro de la plaza principal de Blancos
Rosales un lunes, día de mercado, cuando la gente atesta como hormigas todos los
sitios públicos desde temprano: era bello, negro, majestuoso e imponente como
si fuera la propiedad de un mandamás o de un hacendado, eso fue lo primero que
notaron los peones que se tropezaron con él y quisieron apropiárselo y hacerlo
andar, luego de asegurarse de que no le pertenecía a nadie de ahí, pero de ellos
no se dejó tocar ni las crines, defendiéndose a coces contra cualquier
peregrino intento de acercamiento. El gamonal del pueblo, quien estaba entre el
tropel de curiosos que se arremolinó para verlo y que conocía de la
crianza de equinos, fue el único que pudo controlarlo y se atrevió a llevárselo
para probarlo en los predios de su finca: la ambladura no le sirvió para
exhibición (por los aires algo toscos de su paso) y adiestrarlo le
resultó un imposible. Tenía el paso, el trote, el galope y la forma de
saltar más extrañas que hubiera conocido, según dijo, y terminó regalándoselo a
quien lo quisiera a cambio de un “Dios se lo pague”.
El nuevo dueño quiso foguearlo
pastoreando vacas, pero el animal no se dejaba colocar ni los arreos y
mucho menos montar, así que el hombre renunció a más pruebas de vaquería inútil
con él, y optó por cedérselo gratuitamente al carretillero, quien pretendió
ocuparlo tirando del carromato que utilizaba para sus oficios; pero si aceptaba
las varas, el pretal, la barriguera y la collera, se negaba en cambio a
obedecer la voluntad de la rienda, y no había manera de frenarle los
ímpetus de potro cerril ,cuando se le ocurría salir corriendo, desmandándose y
saltando de un lado a otro en el corral, mostrando unos virajes inesperados y
angulosos, que no parecían cosa normal en una criatura de este mundo, y
con los cuales amenazaba siempre la vida de sus cuidadores. Devolverlo a la
calle de donde había venido fue la solución esta vez (ante la falta de más
interesados), para librarse del estrafalario ejemplar.
Con el tiempo el animalejo se
convirtió en una cosa sin dueño, hasta volverse un incordio que nadie (salvo el
carnicero y eso para exhibirlo destazado y colgado por piezas, en los
garabatos de su negocio), quería ver ni en su sombra. Se la pasaba
recorriendo el pueblo con su vesania desde que el sol se asomaba y
en la noche, con una dedicación de sereno, se encargaba de trasnocharlo
entero, relinchando en cada rúa, recalando en cada esquina sin dejar
dormir ni a los pájaros de los árboles.
Un sábado, algunos de pueblerinos
acosados por la desesperación y la impaciencia, madrugaron en una espontánea
comitiva a pedirle al Alcalde que hiciera lo necesario para devolverle la paz a
Blancos Rosales ,como era su deber, y aunque lo primero que se le ocurrió al
roncero funcionario fue llevarse el problema lo más lejos del pueblo, para
que él mismo se extraviara por alguna trocha recóndita y se fuera a importunar
con su pesada música a otra parte, el testarudo solípedo no se dejó mover ni un
ápice, para embarcarlo en el camión de viaje, ni para sacarlo de allí de ninguna
otra manera.
Ante la tenaz encrucijada a la
autoridad se le ocurrió la más radical de las soluciones: el sacrificio.
Para ello emitió la resolución respectiva ordenándole al matarife del rastro
local, con cargo al erario público, la muerte inmediata del palafrén,
pero fue éste con su experto ojo de inveterado jugador quien
se dio cuenta a la hora de la ejecución, de un hecho extraordinario: el vitando
animal era un caballo de ajedrez, puesto ahí matreramente por la
gente de Monte Negro (el pueblo vecino, feudo de los rivales políticos de
los rosaleños) queriendo dificultar el paso libre y el buen
gobierno de su alcalde, el ilustre abogado Dionisio Reyes:
— Estamos así de un jaque mate, Doctor
Reyes—advirtió el perito ajedrecista con su cara de angustia, haciéndole el
gesto de la pizca al funcionario, mientras avistaba afuera el panorama,
con el gesto del vigía, apostado tras la puerta abierta del matadero.
—Tenemos que movernos rápido, pero sin
tocar al caballo que no es más que un señuelo. Hay que decirle al de arriba que
es el que todo lo sabe, todo lo puede y todo lo ve — dijo mirando al
cielo el curtido jifero — que haga bien y pronto su
movimiento, o se nos arma la grande acá, se nos acaba la guachafita y nos
ganan ésta esos malditos marrulleros, politiqueros de mierda.
—Oremos para que en lo alto nos escuchen
— mandó la esposa del alcalde —al tiempo que se hincaba, se persignaba y
empezaba a rezar, seguida de inmediato por los demás presentes quienes se
apresuraron a imitarla.
Las suplicas se repitieron en una misa
matutina y dominguera en descampado, presidida por el cura de la iglesia de
Blancos Rosales a la que asistieron hasta los feligreses recién nacidos.
Ante tantos e insistentes ruegos, él de
arriba terminó por escuchar los ecos de tamaña preocupación y metió su poderosa
mano, sin hacerse esperar más: le bastó desplazar la torre del
Palacio Gobierno de manera claramente amenazadora, ( dos escaques al frente de
donde insistía en quedarse sembrada la caballería enemiga), para que el retinto
penco se fuera de ahí, por su propia voluntad y con sus propios pasos, dando un
espléndido salto sobre el tablero, haciendo rechinar estruendosamente el
maderamen al caer del otro lado:
—Bestia del demonio te me ibas
cagando la vaina, me estabas jodiendo el caminado, sí señor. Bien ido estás,
carajo — dijo el alcalde mientras se venteaba con su sombrero, viendo cómo se
perdía en el horizonte, galopando, su último dolor de cabeza.
—Jaque al rey negro — se oyó decir a una
estentórea voz desde las alturas, hacia donde las miradas de todos los
rosaleños se levantaron. Los aplausos jubilosos no se hicieron esperar en
la sala de juego, para celebrar la martingala del ingenioso y atinado
competidor de la mesa, quien un minuto después logró detener los relojes,
ganando la partida con un mate impecable.
(Jorge Lineya, Santiago de Cali, Colombia,
1999)
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