Héctor Juan Pérez
Martínez,
jibarito perdido allá en
tu
Gran Manzana,
ciudadano del mundo y de
la rumba;
de la Quinta Avenida y de
San Juan;
de las esquinas
en cada Calle Luna;
de los andenes
de cada Calle Sol,
en ese cosmos de
los arrabales que vibra
al ritmo
de claves, campanas
güiros y timbales:
¡Timba no va a sonar!,
¡Cuero no tiene ya!
Te embriagaste, Héctor
Juan,
con botellas
de “American dream”,
que
se bebieron con
labios de mujer,
la sabia de tus
venas
vegetales; agotando
tu sed y
consumiendo tu
hambre,
con el fervor de la mosca
y la carcoma,
en tantas noches
de viciosas agonías,
que te dejaron
sólo la canción y la
palabra
(flamboyán solitario),
para decirnos a quienes
te oíamos,
que tú eras
el cantante
que había que ir a
escuchar.
En el País de las
Maravillas,
Alicia es una
dama
que viaja en su Rolls
Royce,
y el Sombrerero,
es el zar de
Wall Street, y aquí
no hay reina alguna que
tenga corazón, y
el coquí
de Puerto Rico, en esta
tierra
árida y gris,
será sólo
un sapo
cantor; quien jamás
llegará a ser un iluminado
príncipe del son;
traspasando las fronteras
de su barrio, más allá del
del reino de su gueto:
llamándose Héctor Juan,
cantando boleros,
guarachas y guaguancós;
recorriendo el camino de
la
la fama, siendo aquel que
la gente
reclama pero nadie,
nadie puede comprender.
Ha de llamarse Johnny o
Pete
o Willie, o Frankie o
Joe o Bobby, aquel que
sueñe con alcanzar
las nubes de la
gloria
y su magia de luz y
marquesinas
fugaces,
para ostentar
tras un micrófono
la soñada estatura
de un coloso, mirando al
mundo
desde las alturas de un
Dios:
convencido de ser la
estrella más brillante
de la orquesta, esa
que el público ha ido a
escuchar, cuando lo mejor
de su repertorio
el cantante empieza a
cantar
(y nadie pregunte si él
sufre,
si él llora,
si él tiene una pena que
hiere
muy hondo).
Héctor Juan, como decir
nadie,
Héctor Juan, como decir
todos:
tu canto fue la voz de
las aceras desde New York
hasta el cielo y
desde el Bronx hasta el
Sol;
del Machuelito a Manhattan
tu nombre fue la voz:
esa voz que dieron alguna
vez
por muerta, esa voz
que
regresó sin victorias
de su viaje al
abismo
del olvido y
del dolor,
para volver a ser
la esperada voz de
siempre;
la voz
eterna, tu voz, “La Voz”:
¡Cheche cole, que bueno
‘e!
¡Cheche coquiza muerto ‘e
la risa!.
Héctor Juan Pérez
Martínez,
cantante de los cantantes,
sonero entre los soneros,
tu nombre
fue un bautizo
de salsa,
ritmo
y sabor montuno,
que entre toques
de congas y bongos,
recibió su esperada
bendición, para
llamarse al fin y para
siempre:
Héctor de los pueblos,
Héctor de la gente,
Héctor Lavoe.
¡Aguanilé, aguanile mai,
mai!
¡Aguanilé, aguanile mai,
mai!
Yo
espero que al fin
descanses
en la
paz de los tambores,
y que
viva
contigo siempre
ese
nuestro
viejo
son,
este,
nuestro nuevo son:
ese
tan cubano son,
nuestro
citadino son:
el
muy borincano son,
que
viene de monte adentro,
para
tener un encuentro con
el que se sienta hermano.
¡Songoro
Cosongo de mamey!
¡Songoro
Cosongo, songo’ e!
(Jorge Lineya, Santiago de Cali 1999)
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