"El miedo
no lo causan, ni las cosas sucedidas ya, ni las que en el acto suceden, sino
las que se esperan; porque el miedo no es más que la idea de un mal inminente".
Sócrates.
Desde la ventana de su habitación la
ciudad parecía borrada por el banco de niebla que había arribado
con la oscuridad. Esa visión le trajo a la memoria una vieja película de John
Carpenter que había visto en la televisión, la noche anterior. En un
momento fantaseó pensando que esa cosa blanca, densa y etérea que invadía
la calle mansamente, traía una amenaza parapetada tras de ella y el mismo
podía estar en peligro. Pensar eso sin embargo le resultó tan estúpido,
que se sonrió (riéndose de sí mismo) y después corrió las cortinas tras
los cristales para olvidarse de su miedo y de los insanos desvaríos de su
imaginación.
—“Homo, homini lupus”—sentenció
con un tono solemne—De lo que más debe cuidarse un hombre es de sus
semejantes—afirmó convencido, mientras caminaba hacia uno de los muebles de la
sala para sentarse, desinteresándose por lo que pasaba afuera.
—A mí lo que me debe preocupar son los
enemigos reales que me he procurado yo mismo, luchando contra este
gobierno de mierda, lo demás son carajadas— dijo sin rabia.
Luego se tumbo sobre el sofá y
durmió con un abandono de perro. La mañana lo despertó con el
barullo de las primeras horas de un día de trabajo normal aunque según
recordaba la víspera había sido sábado: bastó una nueva mirada desde su
ventana para darse cuenta que esa no era la ciudad en que se había
acostado a descansar y ni siquiera su habitación resultaba ser la misma.
Sin cambiarse su pijama salió abruptamente del cuarto, descalzo como se había
levantado, buscando afuera alguna explicación a primera vista, pero la
pensión que había habitado en los últimos años no estaba por ningún lado
con sus paredes, ni sus puertas, ni sus espacios, ni tampoco estaban las
personas con las que se había habituado a ese rutinaria vecindad que si bien
nunca caía en una relación estrecha con nadie( de esas que uno pudiera llamar
una amistad), era en esencia suficiente para no sentirse solo ni aislado.
Se le ocurrió salir a la calle a para
encontrar una familiaridad, que le devolvieran el sosiego y la
cordura, que estaban a punto de deshacérsele como una torre de naipes,
pero ni la avenida, ni los edificios, ni la gente que pasaba eran los mismos de
todos los días (tal y como los tenía registrados en los estancos de
su memoria): los paisanos que conocía y con quienes se trataba de marras
en el barrio, no asomaban sus rostros por ninguna parte. Un ejército de
usurpadores había tomado sus lugares y lo miraban ahora con otros ojos y otras
caras, desde una fría y hosca lejanía, haciéndolo sentir como un advenedizo
recién llegado, aunque la verdad era que para él, eran ellos los forasteros.
Parecía como si durante el sueño le hubieran cambiado de lugar su vida,
su día, su mundo, todas sus cosas, sin ocuparse de avisarle (hijos de puta,
pensó):
—Hijos de puta—dijo con inusitado pavor,
pero sin gritar, midiendo las palabras — ¿Me jodieron, nos jodieron a
todos?
Empezó a inquietarlo una mezcla incierta
de estupor y de miedo: no sabía qué hacer, ni que decir. Presentía que la más
mínima palabra o la más trivial de las actitudes lo iban delatar como un
auténtico extraño fuera de lugar, y sólo atinó a quedarse sembrado en la acera
mirando al mundo girar a su alrededor un largo rato que pareció eternizarse
inevitablemente, hasta que tratando de sacudirse la morbosa sensación que lo
invadía con una súbita infección de temores y de dudas, buscó el vidrio de una
de las vitrinas del bulevar para verificar en el reflejo transparente si al
menos él era él y no otro acordándose de otro(como la Sybil del libro que había
leído alguna vez). Cuando vio su imagen tal cual la recordaba, respiro
tranquilo y cerró sus ojos esperando que al abrirlos (como quien se
despierta de un mal sueño), todo lo extraviado y extrañado
estuviera de nuevo en su sitio. Pero cuando lo hizo, el descuadernado
mundo que lo inquietaba y lo sitiaba, seguía intacto, atrapándolo, mirándolo,
acosándolo con su omnipotente presencia.
Se restregó la cara con sus manos
abiertas como si se la limpiara, para tranquilizarse, pero eso sólo lo hizo
sentir aturdido y ridículo y en un gesto desesperado golpeó el cristal con un
puñetazo tan fuerte y seco que causó un estruendo de defenestración y
de vidrios rotos que al caer además de la debacle, le ocasionaron unas
cuantas laceraciones en varias partes de su cuerpo. El dolor y la sangre de sus
heridas terminaron por encararlo a lo obvio: esa realidad existía y él era
parte de ella de manera inexplicable y asfixiante.
— ¡Loco, maldito loco! — gritó el dueño
del negocio que le recordaba a un viejo oficial de la DIN (Dirección de
Inteligencia Nacional) que alguna vez lo había detenido para indagarlo
por sus actividades políticas y quien después llegó con una terna de
policías, los cuales en principio le prestaron al herido unos pobres y
desganados primeros auxilios, antes de interrogarlo y detenerlo por daño a la
propiedad privada y por perturbación del orden público.
Cuando lo subían al furgón policial
recordó la niebla y empezó reírse tratando de explicarles en vano el
turbio asunto a sus acompañantes, hasta que llegaron al hospital para
enfermos mentales. Durante el viaje los uniformados hablaron de psicosis, de
los mendigos y de los orates que se multiplicaban infaltablemente en la
ciudad por las épocas de luna llena, los cuales en todo caso eran más
fáciles de manejar que los opositores políticos o que los insurgentes armados.
—Nadie se ocupa de los malditos dementes
en este mundo: no hay abogados, no hay organizaciones internacionales
vigilando, no hay ayuda, no hay nada. Simplemente no hay quien tome en
serio lo que dice un tronado loco con su psicosis. Ni su puta madre.
— ¡Jajajajajajajaja!— rieron todos,
burlándose de él (que había estado sentado como embelesado, en la butaca del
camión), celebrando la procaz observación del compañero.
Aquello dejaba entrever que el
plan de seguridad nacional, implementado por el último gobierno, estaba
funcionando, pasando de la antropofagia del Estado devorador y aniquilador de
sus enemigos, a la exclusión sistemática por sanidad de quienes disentían del
régimen.
—“Psicosis”, Alfred Hitcock, Anthony
Perkins, Janeth Leigh, 1960—les dijo a los hombres para demostrarles su
absoluta lucidez, pero sólo logró de ellos unas miradas de extrañeza y rechazo,
que lo hicieron sentir más perdido y ajeno de lo que esperaba.
Al llegar, sus obligados escoltas
se bajaron con él del vehículo y lo entregaron sin pasar de la
puerta al personal del hospital que lo aguardaba y que
lo recibió como si se tratara de un antiguo y consuetudinario visitante. La
nueva comitiva no le resultaba más amable.
-¿Otra “crisis” maníaco-depresiva? –
preguntó sin mirarlo y con un dejo de ironía, el hombre que traía colgando en
el bolsillo de su bata el carné de identificación con una seria foto, al lado
de la cual resaltaban las palabras
“Director Médico”.
—Así parece Doctor, como los perros
gallineros estos loquitos nunca dejan sus resabios — le contestó el
oficial con un gesto burlón mal disimulado.
—Ya saben donde llevarlo— se volvió el
hombre a decirles al par de enfermeros que le acompañaban.
Mientras caminaba flanqueado y conducido
por los auxiliares que lo apresuraban con un paso castrense, los exhaustos ojos
del hombre se llenaron de un profundo terror al recordar de golpe el
lugar. Allí en cada habitación, en cada pasillo, al otro lado de cada
muro y afuera en el descuidado jardín, vivía el monstruo que lo
perseguía. Ese era el maldito y olvidado reino de la niebla, la misma
que recalaba ahora por debajo de las puertas nublando el ambiente y
transformando las paredes blancas y limpias de aquella clínica, en los
mugrientos, fríos y oscuros muros de una prisión, y de cada hombre y cada mujer
allí, prisioneros o guardias, en una mutación enfermiza que todos
parecían ver y entender, menos él.
En el piso subterráneo donde lo
confinaron oyó de nuevo el espantoso accionar de la maquina que producía la
niebla, el calor del infierno que la movía llegaba hasta su celda con el
hedor de la sangre y los restos humanos que se pudrían entre sus piezas. La
había oído otras veces alimentarse con cuerpos muertos o vivos, a
los que hacia crujir mientras los devoraba parsimoniosa y cruel, haciendo un
ruido espantoso en medio de los aullidos demenciales de quienes se enfrentaban
al suplicio, mientras los apretados dientes de sus ruedas metálicas
aplastaban, jalaban, reventaban y molían hasta la última fibra de músculo,
cartílagos y huesos. Haciendo una labor más eficiente
que los oscuros y depravados torturadores de los viejos tiempos en las antiguas
y sucesivas dictaduras de los Generales, durante todo el siglo pasado.
Su alarido liberado por el portillo, se
perdió sin eco y sin respuesta en los corredores solitarios y abominables del
sombrío edificio, sin que nadie pudiera escucharlo; mientras le llegaba el día
y la hora de ser el pábulo que cebaría, y haría girar una vez más la poderosa y
eterna máquina de la niebla.
(Jorge Lineya Santiago de Cali,
Colombia-2002)
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