Sacrificar es dar a los dioses. Orar es
pedirles.
Sócrates
El espectáculo no era sólo el traje de
luces junto con el estoque, rutilando en su fútil juego bajo la tenue sombra de
un cielo que ya empezaba a apagar las postrimeras luces
de la tarde: era también el brillo de su mirada entreverando la ansiedad
por el choque y el miedo por el resultado, luchando por imponer su
arduo balance, en el calmado gesto de arrojo con el que se
enfrentaba a la última arremetida de la bestia (algo que se le amplificaba en
el alma, al percibir el respetuoso silencio de las tribunas
calándosele en los oídos, como la callada petición de un dios que
le demandaba sangre y sacrificio).
El torero en su diestra empuñaba el arma
brillando como una segura promesa de muerte para el animal, con una mano recia
y decidida, y paladeaba al mismo tiempo (y de antemano) su victoria, con un
largo trago de saliva.
Después de la entrada limpia que desafió
la trampa de las astas y evadió el cabezazo del desquite, cuando el
cortante acero se hundió por el lomo hasta su fundamento, tratando de
alcanzar la palpitante entraña de su enemigo para
hendirla ( en la definitiva suerte que cerraba la jornada), fue el
matador quien sintió de súbito un dolor punzante y frío asaltándolo
por la espalda, y atravesándole el pecho adentro, a la altura de su
costillas, justo en el sitio de su corazón, donde ahora estaba la punta de su
propia espada asomándosele como una fatal enemiga,
rasgándole el chaleco e irrumpiendo sobre el impecable blanco de su
camisa con una brusca eclosión de metal y de sangre, por donde empezó
escapársele la vida en negros e intermitentes borbotones.
Sus ojos atónitos miraron la hoja
filosa que espetaba su tórax inexplicablemente, mientras él, sin
entender ni tocar tampoco el absurdo metal, buscaba en los alrededores
una explicación (como antes había buscado los aplausos y la aprobación)
para encontrar sólo los rostros del público y de su cuadrilla de
banderilleros, congelados por el mismo mudo estupor, haciendo parte
de una vasta e inesperada escena fotográfica que se quedaba ahora
grabada en sus ojos para siempre.
A la hora que el toro daba la vuelta
victoriosa al ruedo, con la empuñadura del estoque aún sembrada en su pellejo
(igual que un quieto y rígido trofeo), el hombre, doblegado bajo
el peso de la aberrante herida, se arrodillaba y caía de
bruces sobre la manchada y húmeda arena, antes de
recibir auxilio alguno, en el último y absurdo acto de su tragedia,
saboreando por esa única y última vez, la amargura de la derrota y de la
muerte.
(Jorge Lineya Santiago de Cali, Colombia
1996)
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