Mi amigo Mike es más norteamericano que
la vieja costumbre de cazar búfalos: hasta la semana pasada admiraba a dos
tipos y un caballo blanco, quienes juntos eran unos héroes de antología, de
esos que uno quiere tener en su pared en un afiche, o en un álbum de cromos
para mostrar, pero el domingo anterior apareció Mike Joe en la historia de mi
vida y las cosas dieron un vuelco total, un cambio de ciento ochenta grados en
el plano cartesiano.
El miércoles como siempre nos
encontramos en el rancho de Johny “Smile” Ferguson a jugar nuestra
acostumbrada timba de póquer, a beber whisky casero, a fumarnos unos puros y a
dejarle nuestro dinero al mejor jugador de la mesa: Jimmy “Thin” Jones,
Guadalupe "Twice" Benítez (que es un mexicano de lo más escandaloso);
Charlie “Fat” Lozano, y yo que además de ser un redomado tahúr, soy de los
mejores tiradores de Virginia City (en el pueblo me conocen
como "Fast Gun”).Apenas había terminado Jhony de barajar,
cuando oímos un portazo a nuestras espaldas y segundos después apareció en la
entrada de la sala una sombra alta, corpulenta e imponente, (como una de
esas secuoyas de California,) ,que se encaminó hacia donde estábamos
nosotros, sin soltar palabra, y se sentó (luego de acercarse una silla que
arrastró ruidosamente ) ,ubicándose lejos de la mesa y de la luz de lámpara.
Traía puestos un sombrero tejano, botas de vaquero y un rústico poncho de
lana.
Todos miramos
al advenedizo con un tranquilo silencio, esperando que nos diera el
más mínimo motivo para desenfundar y escarmentarlo por entrometido. Justo
cuando se llevó la mano a buscar algo bajo su ropa los cañones de nuestras
pistolas se asomaron, dispuestos a acribillarlo allí mismo como a un maldito
perro callejero. Cautelosamente el forastero sacó su mano y nos
mostró un objeto pequeño y rectangular (que agitó tenuemente haciéndolo sonar
como una maraca), luego extrajo algo de él con parsimonia y lo llevó frente a
su cara para soplarlo una sola vez y con suavidad. En el silencio del cuarto lo
oímos rascar contra una superficie áspera lo que debía ser una cerilla, y
una llamita iluminó el rostro del fulano, quien encendió sin prisa
un largo y grueso cigarro de hojas de tabaco, que tenía apretado entre sus
dientes con desidia, mientras nos miraba con su par de ojos azules y
tranquilos:
—Mike Joe—dijo— me
llamo Mike Joe — repitió, mientras dejaba que se le apagará el fósforo, para
volver a dejarlo hecho una silueta entre la sombra.
— Tengo algo para ustedes — siguió diciendo arrebujado en la oscuridad y volvió a repetir el mismo gesto amenazante que provocó el unísono rastrillar de nuestros revólveres, haciendo sonar sus gatillos de lata (malditas armas de juguete), pero esta vez el paquete que mostró era más grande y lo lanzó decidido al centro de la mesa, donde el resplandor mortecino del quinqué Coleman de queroseno, iluminó un provocativo fajo de buenos dólares. Eso bastó para que "Smile" encontrara nuestras sonrisas de aceptación y sirviera al nuevo jugador sus cartas, sin hacer preguntas.
— Tengo algo para ustedes — siguió diciendo arrebujado en la oscuridad y volvió a repetir el mismo gesto amenazante que provocó el unísono rastrillar de nuestros revólveres, haciendo sonar sus gatillos de lata (malditas armas de juguete), pero esta vez el paquete que mostró era más grande y lo lanzó decidido al centro de la mesa, donde el resplandor mortecino del quinqué Coleman de queroseno, iluminó un provocativo fajo de buenos dólares. Eso bastó para que "Smile" encontrara nuestras sonrisas de aceptación y sirviera al nuevo jugador sus cartas, sin hacer preguntas.
Después de una larga hora de juego el tipo había arrasado con toda nuestra plata y sólo quedaban él y el mexicano sentados, jugándose los restos. Seguro de que lo iba a tronar, el indio lo desafió con una apuesta de mil dólares y el tal Mike Joe se la aceptó sin titubeos. No lo podía creer el mexicano cuando vio el irrebatible juego que el hombre le abrió en un perfecto abanico sobre la mesa (una presuntuosa flor imperial contra su pobre full).
—Tramposo-gruñó Benítez-—mal nacido tramposo, y desenfundó su arma y amenazó a M. Joe, pero este ni se inmutó.
-— ¡JaJaJa! — Rió el indio estrepitosamente —me cae bien este gringo, me cae bien.Tiene sangre de ajolote y huevos de toro, sí señor, sangre de ajolote y huevos de toro, alardeó el mexicano con su insoportable acento huasteco:
—Siempre estoy
tranquilo, cuando tengo mi arma apuntándole a una sabandija como tú.
Eso fue suficiente
para que “Twice” sellara sus carcajadas y se agachara con su cara ceñuda a
buscar debajo de la mesa, que era en la única parte donde se podía tener una
seguridad de hierro como la de Joe. Después nosotros hicimos lo mismo, para
encontrar la mano del hombre con su dedo índice acariciando el gatillo de una
hermosa y brillante "Beretta" dorada (arma bastante irregular y
extraña para la época de los hechos).
—Me simpatiza este
gringo, me simpatiza— alardeó el bocón, después que había vuelto
acodarse sobre la mesa:
—Eso
dicen todos los que he conocido, cuando se dan cuenta que pude
haberlos enviado al décimo infierno, antes que ellos pensaran siquiera,
en despacharme a mí— replicó Joe guardándose el arma.
—Si quieres matar a alguien compadre, porque no empiezas con el que te puso ese nombrecito ridículo, que parece un dúo y no un nombre. Seguro que no le va bien en la asignatura de inglés al que te lo puso — dijo el Benítez, mirándome de refilón, con una callada malicia que no pude entender.
—No soy tu compadre
ni nada que se le parezca, indio.
—T’a bien, t’a
bien. Gringo gracioso; gringo gracioso, gringo hijueputa, grin…
No alcanzó a decir
más “Twice”: Incorporándose súbitamente
y desenfundando su Colt 38 para sorprender a Joe, oyó los truenazos ajenos que lo estiraron sobre el piso
de cedro como un muñeco de paja, con cinco tiros perfectos en el pecho.
Entonces me le acerqué al cadáver del
mexicano, lo patee, le dejé caer sobre el torso mi colección
completa de monedas conmemorativas de los Juegos
Panamericanos de Cali de 1978, que tenía guardada en una media impar, y le canté
la frasecita que tenía reservada para él, desde hacía rato.
—Ves indio, ves
indio. ¿De qué te sirvió reprobarme en álgebra en tercero de bachillerato? ¿De
qué?
Fue entonces cuando
desperté sin esperar a que sonara el reloj electrónico de mi habitación como
todos los lunes, y me fui directo al baño a ducharme para salir a tomar el bus
e ir al colegio: mandé al Llanero Solitario, a Plata y a Toro, con la colección
completa de sus revistas, a la caneca de la basura, y me convertí desde
ese día en el más entusiasta fanático de Mike Joe, quien si es de verdad
un duro, un teso, un tipazo. Aunque últimamente también estoy leyendo a
Fantomas. Pero Fantomas es otro cuento.
(Jorge Lineya
Santiago de Cali, Colombia 1986)
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