En el pecho de Superman una verdad
se ha calado esta noche como un clavo de kriptonita
doloroso, hasta el fondo, cuarteándole el alma como si fuera un
terrón de barro seco, mientras vuela sobre la ciudad sin más alas que su
ondeante capa roja: Luisa Lane le ha confesado cuando
atravesaban el oscurecido cielo de Metrópolis( cargada en sus brazos
y colgada de su cuello como la doncella de un trillado cuento de
hadas, gozando feliz de las atenciones de un
príncipe de verdad azul y celestial), que a quien ella ama
verdaderamente con cada fibra de su fervoroso corazón es al torpe,
tímido, anodino, y siempre balbuciente Clark Kent, su compañero de trabajo en
el Daily Planet:
-— Es como una ardillita, sabes: tan
pequeñita, tan confiada, tan vulnerable, tan trabajadora, tan tierna, tan...no
sé qué. Tú y yo podemos ser amigos ¿si... quieres?
Esa confidencia lo aturde y lo decepciona.
No entiende el héroe como esta sentimental mujer, pudiendo escoger en
la vitrina de la tienda entre un superhombre como él y un
mequetrefe hecho de deleznable arcilla (como todas esas
birrias hijas de la Tierra), haya elegido tan mal a la hora de
las decisiones importantes: cuando Clark muera, volverá al polvo de donde lo
sacaron y en cambio a él, al hijo de Jor-El y del planeta Kriptón,
le pasarán los siglos resbalándole y siguiendo de largo, sin que se
le oxide siquiera una hebra de cabello.
No sabiendo que decir
Superman descarga a su invitada con un gesto tenue, sobre
la azotea del edificio donde esta vive y espera con circunspecta
galantería, a que la muchacha baje las escaleras hacia a su apartamento(o hacia
donde sea que quiera irse ahora la
imbécil, inclusive al Infierno), para empezar
a llorar sentado en la cornisa del edificio tal y como sólo lo saben
hacer, los verdaderos hombres de acero.
(Jorge Lineya, Santiago de Cali 2000).
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