No lo podía creer, después de una
hora esperando ver a Drácula morir por enésima vez (y como siempre desde
los sagrados tiempos de Bela Lugosi), aparecieron ante mis ojos las dos
palabras que más me gusta leer en la pantalla, pero cuando el desenlace de la
cinta es el esperado: “The End”. La sala empezó a evacuarse tranquilamente y
con parsimonia como si a nadie le preocupara lo que acababa de pasar: el
maldito vampiro se había burlado de todos (incluidos nosotros que pagamos
la entrada para ver otra cosa)y mientras se incendiaba su vetusto
castillo y se lo creía definitivamente muerto( atrapado como una rata en la trampa
de llamas), él estaba a salvo, cómodamente guardado dentro de
un lustroso sarcófago puesto sin catafalco al final de un
enredado y furtivo laberinto de galerías subterráneas, que se
alargaban a unos cuantos metros bajo el suelo de la guarida.
Sonriente y triunfal,
el Conde soltaba para el auditorio (en un primer plano de la
cámara) una sonora y tétrica carcajada que nadie del reparto percibía arriba de
la escena fraccionada, pero que uno si veía y escuchaba perfectamente,
sentado en la butaca del teatro haciendo parte del público.
Eso fue lo que no pude soportar: no
sólo porque la plata que uno paga por su boleta, tiene que servir
para que Hollywood le dé a uno (que es un fanático de los buenos filmes)
estupendos y dignos finales en sus películas, sino por simple y elemental
“justicia cinematográfica” que es la máxima aspiración de un cinéfilo decente,
como yo. Así que sin pensarlo más saqué la hachuela que siempre cargo en
mi maletín, astillé de dos certeros golpes el descansabrazos de mi asiento, me abalancé con la
decisión de un cruzado contra el rectángulo de tela donde estaba la
imagen y clavé con mis propias manos la improvisada estaca en el pecho del Nosferatus quien sólo me
alcanzó a mirar unos segundos, perplejo(sorprendido por esa muerte súbita y
fuera del guión, supongo), antes de convertirse en un mísero montón de huesos
secos y blancos, que inundaron el ambiente con su tufo de auténtica podredumbre
de cadáver antiguo y sin redención.
La gente que estaba adentro conmigo, no
entendió mi actitud ni mi acción porque no es buena espectadora, y
tampoco agradeció mis buenas intenciones y se vino en contra mía no tanto por
el desastre fétido que armé sino por haber malogrado la
segunda parte de la zaga matando a su protagonista: algunos inclusive ya
se estaban amotinando y proponían a gritos mi linchamiento azuzados
por el energúmeno del dueño quien me acusaba de “vándalo”,
por haberle arruinado el negocio y el lienzo de proyección (que había
quedado nada más algo rasgado y manchado con la sangre del muerto. Tuve que
salir huyendo por la puerta de emergencia del edificio, para evitar convertirme
la mala noticia de la crónica roja al día siguiente.
Voy a dejar de ir al cine por un rato
porque nunca se sabe a quién se pueda encontrar uno que se acuerde de los
hechos. Mejor estaré visitando una larga temporada el Museo
de Arte Moderno, porque mis otras dos pasiones son la escultura y la pintura:
la buena escultura y la buena pintura, claro.
(Jorge Lineya, Santiago
de Cali 2003).
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