¿Quién puede medir la altura del
cielo, la anchura de la tierra, o la profundidad del abismo? (Biblia/
Eclesiástico 1:3).
Hasta julio de 1969 Dios vigilaba
la Tierra con su atenta y minuciosa mirada de almirante, desde
de su eterna sede en un desconocido y remoto paraje de
la Luna. Al ver el cohete de la NASA con su ostentoso
nombre misional romper las fronteras del
cielo, transportando dentro de esa caja de ratones de la cabina
a un equipo de curtidos navegantes del aire ( listos
para el alunizaje), Él decidió trastearse a la velocidad del relámpago,
con sus huestes de ángeles, su miríada de vírgenes y cada
uno de sus predios celestiales, hacia el más recóndito fondo
de la galaxia, dejando tras la ruta de su acarreo una
brillante estela de polvo sideral (que flotó como un milagro en el vacío
del cosmos, por unos segundos): pues como bien lo sabía, ni
ese día ni ningún otro en este mundo, uno solo de sus creyentes, y
mucho menos un pagano como Apolo, podría avizorar,
conocer o pisar siquiera una sola cuarta de su prometido Reino y
sobrevivir incólume a tan portentoso encuentro.
Hasta el día de hoy la humanidad no conoce
este hecho y sigue viajando en naves o enviando satélites y sondas al espacio,
que cada vez le dejan a Dios menos lugares para poder esconderse dentro
de la Vía Láctea, y evitar tragedias y accidentes fatales.
(Jorge Lineya, Santiago de Cali 2002).
EL TONO Y LA TÈCNICA SON LAS DEL CUENTO ORAL.
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