Mearse en las botas de Quintero, eso sí
fue feo. El indio se levantó enérgico al primer trompetazo de la diana. Hecho
una bala atravesó el alojamiento llevándose a todo el mundo por delante como
siempre hasta que llegó a las duchas y siguió en las mismas y empezó a sacarnos
a empellones a quienes esperábamos turno frente a la puerta. Aunque a nadie le
gusta que lo atropellen, el Cholo tiene una dragona y eso lo pone a cagar más
alto que nosotros, por eso mejor hacerse el manco y aguantarse las ganas
de reventarlo a puñetazos. Trompearse con una dragona es meterse en camisa de
once varas con los cuadros. Mi Capitán no perdona una de esas: el Gato dice que
a él ningún ratón le va poner el cascabel y que a sus comandantes los respetan,
o él los hace respetar, porque aquí como en cualquier otro lugar el que manda,
manda, aunque mande mal. Esa es la ley.
Una sola vez mi Capitán(el Gato Motoa)
permitió una pelea delante de toda la Compañía esperando escarmentarnos,
pero ese día el tiro le salió por la culata: Daban las doce horas y
estábamos en formación de revista frente a los dormitorios, antes
del almuerzo, y mi teniente Insignares se le presentó al Gato y le informó que
había pillado a un dragoneante y a un soldado de los nuestros dándose como Caín
y Abel en las caballerizas, y eso fue como preguntarle al Rey Salomón de quien
era el niño porque sin titubear los hizo pasar a los dos de inmediato al centro
de la formación para que continuaran la pelea, y resolvieran sus problemitas
delante de nosotros de una manera más ejemplarizante y menos
escondida. El par de pendencieros le dieron gusto pero antes mi capitán dejó
claro que el asunto se resolvía como una competencia y entonces el
mono Morales por ser dragoneante representaba a los cuadros, y el
raso Solano a los números: Todos pensábamos que al Solano le iban a
astillar hasta el alma porque Morales es blanco, alto, y
macizo como el Coconucos, mientras el otro es un currutaco,
pero al Coconucos tuvieron que quitarle al enano de encima a los dos
minutos, antes que le rompiera la cabeza a puñetazos contra el pavimento.
Un templado mi soldado Solano: ganas no nos faltaron de levantarlo ese
día en hombros como a todo un campeón pero eso hubiera sido echarle
más leña al fuego para quemarnos el jopo. El Gato de todos modos no dejó de
cobrarse tamaño descalabro de su autoridad: cuando se realizaron las olimpiadas
militares eligió a nuestro ganador como boxeador amateur en
representación del Escuadrón de Caballería para las justas deportivas. La
fecha que se efectuó el sorteo para armar las listas de los pre-seleccionados
de boxeo, el felino metió su cochina garra e hizo que a Solanito
como candidato a la categoría Ligero en representación de la
Caballería, se le pesara mal, para que le tocara enfrentarse con
uno de la Artillería de la categoría superligero quien, de añadidura,
había sido campeón intermunicipal de esa disciplina en su ciudad, y el
día de la contienda de eliminación ése si lo volvió ropa de trabajo al pobre.
Pasó una semana convaleciente en el dispensario, recuperándose después de
semejante paliza Solanito, y claro, no volvió al torneo.
Una vez reincorporado a la unidad ,el resto comandantes le aplicaron un “tratamiento especial” con mano de hierro
y guante de seda. No lo dejaban estar tranquilo en ningún lado ni a
ninguna hora, porque siempre se les ocurría colocarle los
ejercicios físicos más duros hasta verlo agotado, molido (en el comedor, en la
formación, en la guardia, en las duchas, en cualquier parte, y hasta
durante los días de las visitas familiares lo acosaban): “Usted pudo con un
dragoneante, puede con lo que sea mi soldado”, fue el estribillo de los jefes
con él por largo rato. Sólo el tiempo calmó las cosas y le permitió volver a
respirar tranquilo a Solanito.
— ¿Cómo así qué nadie sabe? — Se exaltó
El Gato Motoa — ¿es que los centinelas del alojamiento estuvieron durmiendo
durante la guardia nocturna o qué pasó mi teniente? : Porque tuvo que ser en la
noche cuando hicieron lo que hicieron. ¿Se fundieron el par de bombillos de la
vigilancia? ¿Se relajó la guardia mi Teniente?
—No sé mi Capitán— contestó con su
vozarrón Sepúlveda, entre resignado y molesto.
— Yo si sé. Páseme al frente, a
los soldados que estaban de imaginarias mi Teniente, que esto no se puede
quedar así — mando mi Capitán-—. Este es el Ejército de
Colombia, ¡Carajo!, no la soldadesca de misia hijueputa. Vamos
entendiéndonos.
Los imaginarias no soltaron una palabra,
dijeron que no habían visto nada sospechoso y con el argumento que
los dormitorios son muy amplios y rondarlos sólo dos guardias lleva su
tiempo, se justificaron, y evadieron cualquier responsabilidad, pero la astucia
gatuna no se hizo esperar: ofreció cinco días francos como recompensa a
quien le diera información sobre el hecho, garantizándole su absoluta
reserva al delator. Necesitaba el nombre de quien había cometido la “gracia” de
llenar con sus micciones las botas del Cholo, lo cual resultaba desde su
óptica personal “un desafío inadmisible al orden y a la
disciplina militar”. Luego le ordenó a mi teniente Torres que exonerara a
Quintero de formar con la Unidad por un par de días hasta que
el calzado fuera utilizable otra vez o el afectado lo consiguiera nuevo:
no le gustaba la idea de que se presentara a formación con los botines
deportivos porque eso le quitaba uniformidad a la presentación en bloque del
personal. Imaginarme la cara que debió haber puesto el Cholo cuando
sintió el charquito dentro de su bota mojándole el pie, me hacía correr un
fresco por todo el cuerpo. Seguro que no se le pasó por la cabeza, que fueran
orines, y menos orines de bimbo.
— ¡Puta madre! —fue lo que dijo
— ¡Estos hijueputas cochinos! — berreó indignado cuando llevó su mano
mojada a la altura de la nariz y olió los dedos húmedos. Acababa de darse
su baño matutino y estaba impecablemente vestido para pasar a la formación
La sorpresita le arruinó la salida.
La estrategia del Gato para propiciar la
delación no rindió ningún fruto y el asunto se quedó quieto y sepultado.
Así es acá: hay asuntos a los que no hay que dejarles pasar mucho tiempo,
porque cuando se envejecen los que no se agravan, se olvidan, y después
del olvido ya no queda nada por hacer (y aunque a veces eso juega en contra
esta vez jugó a favor). Por eso teníamos que curarnos en salud: La
prevención ahora, era la mejor manera de evitar la enfermedad después.
Una vacuna al estilo militar era lo indicado. Conté mi plan a los
de mi confianza y pedí voluntarios con los huevos suficientes para hacerlo. Se
apuntaron en la lista: El Jabalí, la Nutria, la Iguaza, el Chigüiro, y el
Murciélago. Al Bimbo lo incluí por mi cuenta como mi aporte
personal en la suma de elementos operativos: era la añagaza perfecta y se
me antojaba contar con él, y no sólo con sus desechos urinarios. El
avechucho no se me podía negar y no lo hizo. La operación “Amaranto” estaba
lista y al día siguiente, en la tarde era la oportunidad precisa para
ejecutarla: se iban a realizar simulacros de control de asonadas. Hermosa
ocasión para que los lobos salieran a cazar cholitos.
Frente a la armería a las dos de
la tarde (con esa picazón del sol de la sabana acosándonos por la
nuca), ya a cada uno se nos habían entregado las máscaras
anti-gases, las granadas de humo y los demás accesorios de combate. A esa
hora recién el Perro Bocha había recibido el reporte de los dragoneantes con
las novedades de cada pelotón, como parte de las labores previas a la
realización de las maniobras de control del orden público que el Gato había
programado para hoy. Ya se había decidido que alternadamente los pelotones se
iban a turnar en el rol de los revoltosos, y en el de las escuadras
anti-motines. Ya mi capitán había ordenado que cada comandante de
pelotón supervisara el mismo a sus hombres durante el
ensayo.
Después que los equipos estuvieron listos nos
llevaron al descampado. La primera orden que dio mi sargento Bocha al tenernos
bajo su mando fue la de sentarse y poner atención, y casi era seguro que
por cuenta de él íbamos a sudar la gota gorda, porque el cerebro del Perro
funciona como un reloj suizo y en terreno abierto durante cualquier maniobra de
campo, él siempre cae en la tentación de ordenar carreras (con el pretexto de
calentarnos el cuerpo y sacudirnos la pereza), repitiéndoles
religiosamente la dosis a quienes llegan de últimos, para despercudirlos:
—Con el primer pelotón: tres vueltas por
la derecha a las caballerizas— mandó el Perro, un segundo después de haber
ordenado que nos sentáramos, dándose el gusto de desacomodarnos y de
fregarnos el arranque. Pero yo que las presentí, que casi la oí las
palabras flotando en el ambiente con el tonito mandón, apenas
escuche salir de la boca la orden de Bocha, ya estaba
listo unos pasos adelante, obedeciéndola. La carrera inicial
la terminé de primero, a la segunda llegué cuarto, y en la tercera
me evadí junto con los demás.
— ¡Quintero, dragoneante de mierda!
¡Lameculos! ¿Querés conocer la picha que usó tus botas como
orinales? ¿Querés? Vení por ella pues, si sos tan varón — dijo el
desconocido, en tono desafiante y colocándose las manos en la braga como
si apañara algo grande.
— ¿Qué, chanda? ¿Qué?— preguntó ofendido
el Cholo desde la litera donde estaba acostado descansando
.
—Eso sos vos: una chanda.
Ni Quintero ni los centinelas,
vieron la cara de quien pateó la puerta lateral de la barraca y le gritó
al indio eso desde el umbral, enmascarado y fingiendo la voz. El
Cholo se levantó de un brinco dispuesto a matar y a comer del muerto: descalzo
como estaba salió a correr detrás del provocador con su rabia
de perro ardido, mientras el Bimbo soltaba sus zancadas de avestruz a la
velocidad del Correcaminos huyendo del Coyote. El señuelo sabía hasta donde
tenía que llevar a la presa: le teníamos marcado el sitio con una bandera roja
y apenas llegó al mojón el pajarito se escondió tras de los árboles y nosotros
le salimos al paso al indio, rodeándolo en un parpadeo, con nuestros
respectivos pasamontañas puestos como correspondía a un comando de
asalto, todo para que nuestras identidades siguieran en el
conveniente anonimato. Cuando quiso reaccionar recibió una lluvia de
patadas que lo dejaron aturdido y tirado sobre la tierra, ocupándose un rato de
sus dolores:
— ¿Sabés porque las máscaras?— me
acerqué y le pregunté.
— Para que no les
vea el puto miedo, cabrones — me contestó entre ofendido e incitador,
mirándome desde el suelo, sin intentar levantarse.
—No, cabrón, son para que nos las quités — le contesté —.Como en la lucha libre, ves: El que gana desenmascara al huevón que pierde. Igual que el “Ángel Exterminador” contra el “Vikingo Asesino” en la televisión. Levántate, veamos que tanto es que baladroneas, huevón. Aquí solitos: sin grados, sin comandancia, sin nada de nada que nos distinga. Como un par de varones nada más, móstranos de que estás hecho, dejá salir tu animal para que tenga un encuentrito cariñoso con el de cada uno de nosotros aquí, ahora. Ya.
Cuando se puso de pie empezamos la
ronda. Habíamos hecho entre nosotros un sorteo previo para establecer el orden
de salida de los contendores. El arbitraje lo haría yo,
inicialmente: El primero en salirle al ruedo fue la Nutria quien le dio lo suyo
en un santiamén, luego el Murciélago tanteó la liza saltoncito y elusivo como
si se creyera Mohamed Alí, y aunque se demoró un poco más terminó cerrándole
los ojos al otro a puñetazos hasta dejarle de regalo la “mirada china,” claro
que él se llevó sus golpecitos también porque el Cholo no es cuto ni flojo.
El Chigüiro igual la estaba viendo
grave después, pero lo superó y puso a manar harta sangre al indio
por la boca. El Jabalí lo sorprendió (nos sorprendió a todos):
prefirió embestir usando su cabeza como un ariete contra el cuerpo
del Cholo, tratando de tumbarlo, y cuando lo tuvo abatido lo
castigó a puntapiés. No sólo Quintero: nadie esperaba semejante ataque
tan burdo, quizá por eso fue tan contundente. Ni la Iguaza se quedó sin
despicarse. El miedoso del Bimbo fue el único que no se atrevió ni a meter el
pico, ave de corral al fin: con la iguaza la trifulca corrió pareja, un
baile de toma y dame. Lo di como empate. De último salí yo a cerrar la
leccioncita con honores, y sin arbitraje. Antes de empezar me quité la
capucha para que el indio me viera la cara:
— ¡Ja! , José Luis Lobo: Vaya, Lobo,
lobito, ¡auuuuuu! Mi soldado, voy a tener que joderte, marica —amenazó
rabioso — para que aprendás a respetar a tus superiores.
— No te tengo miedo Cholito — le
contesté—. Si te vas de lengüilargo a contarle al Gato, esperá cosas
peores afuera: como decimos en Cali estoy preparado para lo que se me venga
encima. Allá en la calle no hay comandantes, ni reglas, ni órdenes
militares. Yo no nací con uniforme Cholito, hacé aquí lo que tengas que
hacer conmigo. Saldemos cuentitas de una vez.
La de nosotros fue una pelea de canes:
cargada de rabia, de dientes, y de un desprecio mutuo que primero colmó el aire
con una tensión larga, expectante, para estallar después en una bronca
furiosa; sin miramientos, ni pudores, ni compasión alguna. El
choque nos dejó a los dos exhaustos, jadeando como bestias, adoloridos hasta el
pelo, tomando aire y fuerzas sobre el piso de tierra, cuan largos y anchos como
somos. Yo me levanté primero porque andando evadidos nos apremiaba volver
antes que notaran nuestra ausencia. No era cosa de tentar la suerte
tampoco. Dejamos al Cholo a nuestras espaldas con la densa nube de
una granada de humo que no le dejó ver más allá de su nariz, cubriendo
bien nuestra retirada, no fuera que si se le ocurría mover la lengua y cantar
como sapo, supiera algunos detalles de la estrategia que
luego nos pudieran perjudicar:
—Afila dientes perro, cuando te metás
con lobos — fue lo último que le dije mientras nos íbamos, extraviándonos
como fantasmas entre el aire enturbiado por el gas.
—Todos somos perros aquí: lobos,
caballos, vacas, jabalíes, iguazas, gatos y cholos, todos somos perros sin
excepción. Los cuida-culos del presidente en su casita. La jauría
vigilante sin salario. — gritó.
— Bueno Cholito entonces tú eres un
“canis- familiaris” y yo un “canis- lupus” — le contesté con un tono irónico,
desde atrás de la pared etérea y blanquecina que nos escudaba. Al fin de
cuentas no decía mentiras el Cholo porque ese es nuestro mote acá: Perros. Los
perros, el Batallón Guardia Presidencial, los cuidadores del Palacio de
Gobierno, de la Casa de Nariño y sus inquilinos.
Teníamos el tiempo exacto para volver a
la fila y a las maniobras antes que se ordenara formación de revista. Casi era
seguro que íbamos a encontrar al más chucho de los chuchos
solazándose aún con la Compañía. Como ya dije la cabeza de Bocha es un
mecanismo perfecto:
“—Con la unidad vuelta a la
lavandería, ¡carrera mar!”— alcanzamos a oír cuando llegamos. Nos apostamos
tras de los muros bermejos y enladrillados del edificio del comedor a esperar
ver pasar la estampida de corredores para mezclarnos en su tropel, con
nuestros pulmones frescos y aireados, dispuestos a cumplirle a mi
sargento todas las ordenes que diera el resto de la jornada. Sobraban motivos y
ganas: la venganza tiene una eficiente manera de inyectar ánimos, muchos ánimos.
Siempre.
(Jorge Lineya, Santiago de
Cali 2004).
Ja!! La disfrutè mucho... Me recuerda alguna historia muy cercana... Y tantas en mi patria...
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