Pero la plebe dirá parpadeando “todos
somos iguales”. Friedrich Nietzsche
Mientras se afeita su incipiente
barba en el cuarto de baño, mira sin sorpresa el rostro del
súper-hombre que se refleja repentinamente en el espejo cuadrado, mostrando
su estúpida sonrisita con ese aire de prepotencia que tanto lo
desquicia y con el que parece decirle siempre: “ ¡Qué sería de ti, sin
mí, muchacho!”. Entonces detiene su acicalamiento personal y cierra los
ojos, buscando borrar el recalcitrante espejismo con el que lo
acosa su imaginación desde hace años (demasiados años).
Dentro de su cabeza maldice al
mundo de aventajados sicoanalistas que le han roído los bolsillos por tanto
tiempo, aprovechándose de él como un zoquete,tratando de convencerlo de
que el “Hombre de Acero” es sólo su alter-ego: el superlativo
resultado de una “obsesión neurótica” , el fruto inevitable de un
“complejo de superioridad” sembrado desde la infancia en los “fértiles terrenos
de su subconsciente” (¡bla, bla, bla!). Algo que según le han dicho, un día se
esfumará de su vida de la misma manera como llegó, tal cual le repiten y
le prometen convencidas, cada una de esas inútiles cotorras de
alquiler en sus engoladas peroratas, sin que
hasta hoy ninguna logre desterrarle de una buena vez al
tozudo fantasma que lo merodea por los intrincados recovecos de su mente
(que es justo para lo que consulta y paga a esa tribu
de taimados embaucadores).
Sus padres tratando de ayudarle a vencer
los embates de su naturaleza enfermiza cuando apenas era un
párvulo, le leían( con el fin de que las tomara como ejemplos) las
historias de los héroes griegos: Hércules, Jasón (y su portentoso equipo
de argonautas), Perseo, Teseo y Aquiles, y el resto de una larga lista de
dechados, quienes desde el vientre materno habían sido elegidos para las
vicisitudes de una vida y una gloria extraordinarias, siendo en principio meros
seres humanos, catapultados a las alturas del mito por las leyendas creadas con
sus fabulosas acciones:
— Aceite de hígado de bacalao: me
obligaron a beber galones enteros de ese menjurje en mis días de escuela,
para que no me entraran ni los virus ni las bacterias ni las
enfermedades — recuerda . Ahora ni siquiera puedo pronunciar el
nombre del pescadito ese sin que me asalten unas
nauseas bárbaras. Y espinacas: toneladas de espinacas me comí a
regañadientes para lograr parecerme al marinero fortachón de la televisión
y ahora mírenme aquí pensando que las hortalizas no son más
que matojos para rumiantes.
—Gracias papá y mamá por mis complejos,
por mis fobias, por el galimatías de mi cabeza— parlotea con un dejo irónico
ante el vidrio.
Antes de caer en otra de sus crisis de identidad, Clark Kent, el trivial reportero de Villa Chica, decide lanzarse por la ventana
de su apartamento rumbo al “Daily Planet” con sus angulosas gafas
puestas, su impecable terno de gentleman barato, su valija ejecutiva de cuerina, y sin la
capa granate que lo identifica debidamente: lo cual no le impide
volar como un pájaro o como un avión bajo el plomizo y cerrado cielo de
Metrópolis.
Los lugareños que observan
su proeza, no se preguntan quién o qué pasa por encima de ellos hoy,
tomándoles una ostensible ventaja en su apretada carrera contra las tiranas
manecillas del reloj. Ni siquiera lo miran: piensan que sólo se trata de un
asalariado más, que encontró una manera ingeniosa de llegar cumplidamente a su
trabajo para evitar que su raquítico sueldo se vaya por
el sumidero, salvándose de ese pandemonio que es el tráfico
automovilístico a esta hora del día en las vías de cualquier ciudad
del mundo.
(Jorge Lineya, Santiago de Cali, 2013)
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